EDITORIAL

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Editorial » 01/11/2018

El 27,3 por ciento de los argentinos son pobres. Y un 4,9 por ciento, están en la indigencia. Se trata, en conjunto, de más de 13 millones de personas. Las cifras son tan claras como patéticas: prácticamente uno de cada tres argentinos no cuenta con lo indispensable para vivir.
Los motivos que llevan a esta realidad son mucho más profundos que los que derivan todas las cuestiones a la famosa «grieta». Ni Macri ni Cristina, pero también, sí, Macri y Cristina: Argentina está como está por una suma de factores que llevan décadas, y que lejos están de modificarse, al menos en lo inmediato.
Los que creímos, en 1983, que el advenimiento de la Democracia era un remedio que iba a acabar con todos los males, y que a esta altura de nuestras vidas íbamos a ver una Argentina muy diferente, no dejamos de sentir un inmenso dolor por lo que pudimos haber sido y decidimos no ser.
En política, como en todos los órdenes de la vida, la consecuencia de las malas decisiones, son los peores resultados.
Somos un país anormal, donde se aplaude lo inmoral. Donde no hay ley que se cumpla. Donde nadie paga por el daño que causa a los demás.
Un país en el que los que ganan las Elecciones creen ser los dueños de la cosa pública, y los que las pierden, conspiran para que los que fueron elegidos fracasen. Un país con grandes empresarios que no ceden ni un centavo de sus ganancias, y con obreros que piensan más en los juicios laborales que en hacer bien su trabajo. Un país con sindicalistas millonarios y corruptos, y con políticos que viven del Estado durante toda su vida, saltando de un puesto al otro y mutando de partido , enriqueciéndose alevosamente mientras entierran al pueblo en el barro del que no le permiten salir. Un país con una Iglesia que juega a la política pero que atrasa, y se escandaliza más por una clase de educación sexual que por un cura pedófilo. Un país donde el que «hace guita por izquierda» es un vivo, y el que labura ocho horas por día es un boludo. Un país en el que millones de personas se acostumbraron a cobrar por no hacer nada, o peor aún, por participar de marchas y piquetes que joden a los que trabajan y producen. Un país donde el Estado ahoga a los ciudadanos con todo tipo de impuestos y fomenta la evasión fijando metas imposibles de cumplir. Un país que premia la especulación y desalienta la producción. Un país con maestros que no quieren que se los evalúe, pero aprovechan cada circunstancia para bajar su ideología a los pibes que solamente deberían ejercer su derecho de aprender. Un país donde las minorías quieren impedir que las instituciones funcionen de acuerdo a la ley, valiéndose de cualquier método para imponer sus mundialmente devaluadas banderas. Un país de jueces dueños de prostíbulos, y de jueces prostituídos. El país del «roban, pero hacen». Un país donde nada se resuelve: ni la voladura de la AMIA, ni el asesinato del Fiscal Nisman. Un país donde los números no cierran, pero en el que nadie quiere perder sus privilegios. Un país donde no hay condena moral ni legal para los que desde el Poder saquearon impunemente y hasta pretenden volver.
Hablar de 13 millones de pobres como una cifra más, sin que ello nos provoque horror y mucha vergüenza, es el símbolo de la decadencia que nos envuelve, y que va mucho más allá de una crisis económica como tantas que transcurrimos en nuestra historia. En Argentina hace rato que se rompió el contrato social y que la única causa común es el «sálvese quien pueda».
Y así, es difícil salir adelante. Pero la fe, dicen, es lo último que se pierde y acá estamos, millones de nosotros, trabajando, y viendo qué es lo que aquellos que elegimos para sacar esto a flote hacen con nuestras vidas.


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