Por Alejandro César Suárez | @alecesarsuarez
Nacido en Acri, Provincia de Cosenza, Calabria, Italia, el 14 de marzo de 1944, Atilio Santoro llegó a la Argentina cuando era un niño, escapando junto a los suyos de las miserias y el terror de la Guerra. Aquí, como miles de europeos, inició un camino duro de trabajo y esfuerzo, y echó raíces para siempre, progresando y también, haciendo crecer a nuestra ciudad junto a su familia. Casado con María Rosa Matozo, con quien tuvo cuatro hijos, Rodolfo, Mariano, Silvana y María Julieta, también es orgulloso abuelo de dos nietos. Con él dialogamos en su oficina de la Galería San Francisco, donde como guía de su vida, también se levanta una pequeña estatua de esa ejemplar figura de la historia cristiana.
-Cuéntenos sobre su infancia en Italia…
-Éramos nueve hermanos. Mi papá era campesino, hacía un poco de todo, trabajaba en el campo, donde se hacía ricota y queso, para consumo propio y para vender. ¡Qué rica era la ricota casera…! No como la de acá, sacada de la heladera, que dicen que es fresca. Fresca era aquella, recién hecha, calentita!
-¿A qué jugaba cuando era chico?
-Jugábamos con unos palitos, haciéndolos saltar por el aire, y el que perdía tenía que traer a cococho al que ganaba, y también jugábamos mucho a la lucha. A veces, como practicábamos tanto, una lucha duraba hasta media hora.
-¿Su mamá ayudaba en el campo?
-Ayudaba a hacer la ricota y a venderla, pero con todos los chicos que atendía no tenía mucho tiempo. Cocinaba de todo, menos carne.
-Claro, era la Guerra…
-Era la época de la Guerra, de una miseria que duró años… Después el gobierno italiano ofreció trabajo en Africa, y allá fue mi papá., junto a 4000 italianos, para hacer caminos. Ahí estuvo tres años. Y la pasaron muy mal. Cuando llegaron encontraron gente muerta, tirada en las calles, sin sepultura, a los que enterraban como podían, y les decían que si los africanos los atrapaban se los comían. Así que hasta para ir al baño se iba de a cinco, y armados. También les habían dicho que se iba a entregar tierras a los que se quedaran. Pero de los 4000 solo se anotaron tres… Se había ‘perdido la guerra y la situación era complicada, así que resolvió volver.
-¿Cuándo llegaron a la Argentina?
-Mi papá vino en 1950 y nosotros en 1951. Llegamos en tres tandas. Mi papá vino solo, no tenía parientes, amigos, ni nada, y no sabía ni una palabra del idioma. Allá se decía que cada veinte años iba a haber una guerra, entonces se pensaba para qué uno iba a criar hijos si iba a venir otra guerra… y para evitar eso se vino para acá. Como muchos, cuando bajó del barco, paró en el Hotel de los Inmigrantes, en el Puerto. Ahí te hospedaban por un mes, sin cobrarte nada. Pero tenía un horario, de 6 a 22, y fuera de ese horario, no podías ni entrar ni salir del hotel. El quería salir a buscar trabajo, pero los otros muchachos no lo dejaban, le decían ¿Dónde vas a estar mejor que acá, que comés y dormís sin hacer nada?... Pero les explicó que tenía una familia y tenía que trabajar… A los días, encontró a un italiano con el que empezó a cargar tarros de comida que sobraba de los restaurantes y los llevaban para alimentar chanchos. Después, un cura le aconsejó escribirle una carta a Perón para pedirle tierras… Pero ¿qué iba a escribir, si no sabía el idioma? Al final la carta la hizo el cura. Le contestaron y lo mandaron a un Banco, en Liniers, en plena época de la pelea entre la Iglesia y el peronismo… Por eso, cuando el cura lo acompañó a mi papá, la pasó muy mal… Y no le dieron ningún terreno. Lo mandaron a Retiro, y de ahí, a La Plata. Enviaron un asistente social a Gonzalez Catán, donde vivíamos, a ver a nuestra familia. Mi papá ganaba 20 pesos por día en un horno de ladrillos, y después compró unas vacas y un carro para repartir leche. Pero a veces llegaba fin de mes y no le pagaban… Esas tierras que el Gobierno entregaba no eran regaladas, sino con un plan de pago a varios años.
-¿Cómo fue para usted la inserción escolar en nuestro país?
-Yo en Italia estaba en segundo grado, pero cuando vine acá no entendía ni una palabra, así que tuve que hacer de nuevo Primero y después, Primero Superior. El colegio más cercano estaba a 60 cuadras, y las hacíamos todos los días caminando, de ida y vuelta. En una plaza había una planta de moras y otra de higos, así que siempre comíamos algo, según la época. Pero en la escuela nos trataban muy mal… En esas mañanas heladas, venían y nos pegaban en las orejas, de atrás, y nos decían «gringos muertos de hambre»… No queríamos ir más. Fue mi hermana a hablar y la maestra les explicó a nuestros compañeros, que no tenían que hacer eso con nosotros, que éramos todos iguales, que veníamos de la guerra… Pero fue peor. Hasta que un día, llegó la solución de la manera menos pensada: un petiso que buscaba pelear, se agarró con mi hermano Salvador, y a mi hermano le duró un minuto… Al otro día, empezó a traernos caramelos, galletitas, mandarinas, cosas que no todo el mundo las tenía en esos tiempos… Y se había hecho amigo. De a poco, fuimos haciendo un grupito, y ya no eran todos enemigos los de alrededor.
-¿Y cuándo se radicaron en Florencio Varela?
-En 1954. Nos instalamos en La Colonia, sobre la calle Buenos Aires, y empezamos a producir verdura, primero para comer, y después, para la venta: tomates, ajíes, morrones, cebolla… Había que llevarla al Mercado de Abasto. Un camión recorría toda la zona, unas 20 o 30 quintas… La verdura se mandaba en lienzos, no existían las jaulas. Y se aplastaba todo, se estropeaba mucho. El primer año, nos había arado la tierra Bagliani, que vivía enfrente de nosotros. Después se plantó papa y choclo. Mi papá un día le pidió plata a mi hermano, porque hacía tres meses que no le pagaban en el horno de ladrillos en el que también trabajaba. Y mi hermano fue a verlo al jefe y lo amenazó, entonces le pagaron y se llevó a mi papá a trabajar de albañil con él. En Capital trabajaban de lunes a viernes, y los sábados y domingos venían acá, para levantar la casa… Éramos cuatro en una pieza, y encima, teníamos sesenta bolsas con papas al lado de las camas.
-¿Cuánto tiempo trabajó en el campo?
-Hasta los 20 años… A fines de 1959 pudimos comprar un tractor, en Lobos, con tanta mala suerte que apenas lo estrenamos, se rompió. El arreglo nos salió más caro que el tractor. Dos años más tarde nos dimos cuenta de que nos habían cobrado de más…
-¿Iba a bailar en su juventud?
-A bailar, solo en alguna fiesta familiar, o en los carnavales… Entre la tanda de italianos que habían venido estaban Moschini y Dercole, que tocaban el bandoneón. Y cómo tocaban… También estaba Daloisio, sobre la calle Rivadavia… Y se hacían bailes en el almacén de Pasquali, en La Capilla. Uno de los dueños también tocaba el bandoneón, más tarde se armó la Cooperativa de Horticultores y el edificio donde ahora funciona la Escuela Agraria, adonde venían orquestas.
-Además de ellos, ¿quiénes fueron sus primeros amigos en F. Varela?
-Los Giallonardo, Marini, Guagnano, Berolo… y unos cuantos japoneses. Nos enseñaban palabras en japonés y nos mandaban a decírselas a alguna chica, pero eran malas palabras. Y nosotros les hacíamos lo mismo, con palabras en italiano.
-La producción fue creciendo y llegaron al Mercado Central…
-Sí. Cuando cerró el Abasto, conseguimos, después de mucho esfuerzo, dos puestos en el Mercado Central.
-Y con el tiempo compraron una panadería…
-Sí, la Panadería San Francisco, en Bosques. Cuando la vendimos, pensamos en construir algo en el centro de F. Varela, y empezamos una obra en la esquina de Av San Martin y Moreno, pero vino el Rodrigazo y no pudimos hacer lo que teníamos previsto, que eran viviendas en su parte superior, unos 56 duplex. Apenas pudimos hacer lo que está a la vista…
-Y luego llegó la Galería San Francisco, que cambió la calle Monteagudo…
- Sí. En la construcción intervino el arquitecto Italo De Virgiliis, una gran persona, y principalmente, Claudio Dal Vecchio, que era un señor, un gran profesional. Lo que trabajó en este proyecto fue muchísimo. La abrimos hace 25 años. El primer local alquilado fue el Video Biógrafo. La inauguramos con un desfile de modas, que condujo Gabriel Martell. Como teniamos Krypton Discotheque, donde el disc jockey era Daniel Bartel, desarmamos y trajimos el audio para acá…
-¿Está contento con su vida?
-Muy contento. Tenemos salud.
-¿Toma conciencia de que ustedes hicieron progresar a nuestra ciudad?
-Y, algo habremos colaborado… Pero a veces los políticos te prometen cosas que no cumplen. Tanto Carpinetti como Pereyra nos prometieron hacer pasar un colectivo por acá, pero nunca cumplieron. Este es un gran país, pero los dirigentes políticos y sindicales tendrían que poner las barbas en remojo y empezar a trabajar en serio.
-Si estuviera frente a Dios, ¿qué le diría?
- Que me de mucha salud y que proteja a todos, sobre todo a mi familia. Y que tengamos paz… Teniendo salud y ganas de trabajar, con el tiempo se consigue todo.
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