Por Alejandro César Suárez | @alecesarsuarez
Con el ascenso de Milani, se cayó el relato. O mejor dicho, lo poco que quedaba de él. Si algo faltaba para confirmar que la bandera de los derechos humanos, ostentada durante una década con pretensiones de gesta revisionista por el kirchnerismo, sólo fue un conveniente recurso para captar votos, era esta verdadera consagración de la obediencia debida versión progre.
Ver a Hebe de Bonafini apoyando a Milani no debería sorprender a nadie. Hace tiempo que esta mujer, autoerigida en fiscal de la República, abandonó su lucha para formar parte de la claque del oficialismo. Una alineación que no surge de convicciones ideológicas, sino de conveniencias económicas, como está a la vista a través del doble salvataje recibido de parte del Gobierno, que diluyó el vergonzoso delito de los Shocklender y los «Sueños Compartidos» y la estatización de ese otro gran desfalco y ámbito de intolerancia y discurso único llamado «Universidad de las Madres».
Mientras las Madres de Plaza de Mayo de La Rioja, y hasta el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) de Horacio Verbistky denuncian a Milani, Bonafini eligió tirarse de cabeza hacia la billetera millonaria de Cristina.
Tampoco nos engañemos: Bonafini nunca fue la Madre Teresa de Calcuta, sino un cuadro político que reivindicó a los guerrilleros asesinos de la década del 70, al igual que a sus pares internacionales de la ETA y de Al Qaeda, llegando a brindar por la caída de las Torres Gemelas, y una mujer que insultó impunemente a los miembros de la Corte Suprema de Justicia y hasta amenazó con acciones que ciertamente podían desestabilizar la institucionalidad de la República, como las ideologías que pretendían instalar en nuestro país muchos de los que ella considera héroes, pero nada tenían de democráticos.
Y detrás de la máscara de los derechos humanos, también se cayó la de la «democratización de la Justicia», que el Gobierno pretendía llevar a cabo. La destitución del fiscal Campagnoli, el hombre que investigaba a Lázaro Báez, el gran socio comercial de los Kirchner, que les alquila en millones de dólares habitaciones de hoteles que nadie utiliza, demuestra qué es lo que esta gente pretende de la Justicia: que les garantice impunidad para seguir enriqueciéndose vorazmente, mientras en público se levantan las banderas progresistas y se condena a los «capitalistas».
En este caso, la tomada de pelo al sentido común no tuvo límites: fue el propio Secretario General de la Presidencia de la Nación, Oscar Parrilli, el que reconoció la veracidad de la relación comercial entre los Kirchner y uno de los mayores adjudicatarios de obra pública del país, diciendo que era «un negocio entre privados», como si eso fuera legal.
Se cayó el manto de la épica, y dejó al desnudo la realidad de codicia, conveniencias y mentiras interesadas.
Un día tenía que pasar. El relato se murió para siempre.