Por Alejandro César Suárez | @alecesarsuarez
«¿Sabe cual es el problema, seño? La marihuana y el papelillo».
El nene, de sólo 7 años, intentaba explicarle así a su maestra por qué se había armado una enorme pelea entre jóvenes del barrio, cuando el partido de fútbol que estaban jugando se interrumpió porque un hombre fue y, sin más, le pegó un tiro a la pelota.
El «papelillo» es el paco. La droga, la violencia y la falta de códigos son moneda corriente en la zona, donde nadie se atreve a denunciar nada, tal vez porque un muchacho que lo hizo, apareció degollado pocas horas después. Y porque el asesino todavía sigue libre, según comentan, por lo bajo, los vecinos.
Historias como esta son cosa de todos los días en el mundo de las llamadas «casitas K» del barrio Santa Rosa, de Florencio Varela, y dentro de la comunidad de la Escuela Nº 69, enclavada en medio de ese complejo habitacional pleno de carencias.
Un entorno difícil
Uno de los problemas más grandes del colegio es el ausentismo. Como la mayoría de la gente que vive en el lugar no trabaja, no tiene el hábito de levantarse a la mañana, lo que se traslada a los chicos. Para colmo, como muchos de ellos tienen familiares detenidos, los lunes las faltas son mayores, ya que algunas familias van el fin de semana a ver a algún pariente preso en el Penal de Magdalena y no llegan a tiempo para las clases.
El año pasado, en un hecho que tomó cierta trascendencia, varios jóvenes tiraron abajo la puerta y se metieron en la Secundaria que está al lado de la Escuela, golpearon a una preceptora y revolvieron todo en busca de un alumno al que querían «matar», según gritaban a su paso.
La escuela ya sufrió varios robos. La metodología es siempre la misma: rompen rejas, puertas y ventanas y se llevan lo que pueden. Todos saben quiénes son los ladrones, pero nadie puede atraparlos, porque, aunque se esconden en una especie de «cuevas» armadas con lonas, ya no están ahí cuando algún policía se toma la molestia de buscarlos.
Cucarachas y ratas
El estado de abandono del colegio es alarmante. Pese a los repetidos reclamos, el Consejo Escolar hace la vista gorda y nunca aporta una solución. Los baños de hombres no tienen canillas, el patio, con sus alcantarillas rotas, es un lugar lleno de agujeros donde muchos alumnos se accidentaron, el comedor y las aulas están llenos de cucarachas y hasta de ratas. Son los mismos docentes los que se encargan de comprar veneno para combatirlas. Las estufas comenzaron a funcionar hace un par de semanas, sólo porque un auxiliar que es gasista matriculado las reparó por su cuenta, sin cobrar su trabajo.
Desnutrición y enfermedades
Los maestros se enfrentan a varios desafíos: hay chicos que no quieren ir a clase porque no tienen zapatillas ni guardapolvos, y otros que concurren con graves lesiones. Como una nena que tiene la cadera luxada, a la que la madre no quiere que la operen, o ese chiquito que hace casi siete meses que tiene quebrada la clavícula, y al que durante ese tiempo, los médicos sólo revisaron dos veces. ¿Por qué? Porque cuando la madre va a pedir turno al Hospital Mi Pueblo, con un remis, a las tres de la mañana, para hacer la cola lo antes posible, no lo consigue, o se encuentra con que «están de paro». Y para colmo, en el UPA de la avenida 13 de Diciembre no hay elementos mínimos para su atención.
Además, hay alumnos con un alto nivel de desnutrición. Se les nota en su delgadez, pero también en su falta de reflejos, cuando, por ejemplo, en las clases de Educación Física, se caen y no tienen el instinto de poner las manos para no golpearse contra el suelo.
Muchos chicos presentan anormalidades en la piel, como unos enormes forúnculos que se les meten hacia adentro, y les comen la carne. Medicados, pasan semanas en cama y cuando retornan, tienen pozos en sus rostros o cuerpos, como vestigios de la extraña afección. «Es por el suelo», dicen los vecinos a Mi Ciudad. Y agregan: «lo que pasa es que acá hay muchos animales muertos, y eso contaminó la tierra con bacterias».
La medicación también se convierte en un problema. Según declaró a Mi Ciudad un integrante de la escuela, hay casos de chicos que reciben algún remedio, y se lo siguen suministrando durante meses, sin que nadie controle si todavía lo necesitan.
En un barrio donde gran parte de las «casitas» se entregaron a discapacitados, el colegio tiene alumnos con diferentes retrasos mentales. Por eso, los maestros se encuentran ante la disyuntiva de derivar la mayor parte de su atención –o toda- a ese chico especial, u ocuparse de los otros treinta que tienen en su aula. Los «maestros especializados» sólo aparecen una vez por semana, y por dos horas. Es obvio que no alcanza. Pero a nadie le importa. Esto no es «integrar», sino nivelar para abajo, abandonar al más débil.
Desesperados por comer
Muchos de los alumnos reciben en el colegio su única comida diaria. Y no es gran cosa. El comedor funciona inclusive durante las vacaciones y los feriados. Cuando se va acercando el verano, acude al lugar más gente a comer. Hermanos y otros parientes de los alumnos se suman a la mesa, y algunos chicos se llevan un «taper» con comida para la casa.
En el invierno, el frío hace que los chicos esperen el desayuno con desesperación.
«Durante todo el año, se les da polenta, fideos, arroz y algunas lentejas. No comen otra cosa», nos confiesa un docente del lugar, que sigue: «De postre mandan, por ejemplo, dulce de batata, que ponemos en un plato, cortado en trozos. ¿A alguien se le puede ocurrir algo más incómodo para comer? ¿Cómo lo comen? Poniéndolo entre dos panes, haciendo un sandwich». Y agrega: «en febrero, cuando los más flojos tienen que venir a compensar, somos los maestros los que compramos galletitas y jugo, porque nos obligan a compensar, pero no mandan los alimentos».
En el comedor, nadie usa cuchillos ni tenedores. Ambos utensilios quedaron prohibidos después de las peleas entre los alumnos. Por eso, es común verlos comer fideos con cucharas.
Oídos sordos
Cuando algún padre o miembro de la comunidad educativa intentaron presentar un reclamo a algún funcionario, hubo alguien que lo impidió. Durante la visita de un representante del Intendente Pereyra al colegio, un inspector de enseñanza de Florencio Varela les advirtió a maestros y directivos que no tenían que permitir que ni los padres ni los estudiantes se acercaran al funcionario en cuestión. Pese a eso, una maestra accedió a pasar al papel el pedido que una vecina, analfabeta, quería hacerle llegar al jefe comunal y entregárselo al miembro de su gabinete. Al descubrir lo que había pasado, el inspector le recriminó fuertemente a la docente su acción.
Lograr que el Intendente Pereyra visite la escuela fue, hasta hoy, una misión imposible. Pese a reiteradas invitaciones, el jefe comunal nunca se hizo presente en el lugar. «Miren como están las pastos, si de verdad fuera a venir, los hubieran cortado», anticipó en su momento un auxiliar del establecimiento, conocedor de la rutina con la que se maneja la actual administración varelense.
Sin embargo, una vez Pereyra llegó al colegio. La puesta en marcha de una línea de colectivos le dio una buena excusa para hacer un acto político en la puerta de la escuela. Y cuando hablamos de «la puerta de la escuela», lo hacemos literalmente, porque el alumnado y los docentes quedaron con la salida bloqueada por el escenario y los colectivos colocados en el sitio para dar la infraestructura al acto, debiendo esperar su finalización para retirarse.
Acostumbrarse a lo malo
La zona es escenario de varias tragedias, que todos consideran ya naturales, como si nadie pudiera evitarlas. Parejas que se golpean y se tiran agua hirviendo entre sí, suicidios de adolescentes, embarazos en niñas de 13 años de edad, madres que se prostituyen y dejan solos a sus hijos durante toda la noche, decenas de chicos que van a la Escuela sólo para comer.
Y todo eso, en medio de la mugre, de un barrio prácticamente sin veredas, con los pastos altos y las aguas servidas, que en invierno suma el escenario de una humedad y una niebla que intimidan.
Hace apenas días, mientras estaban en clase, muchos chicos se asomaron a las ventanas para seguir excitadamente las alternativas de una multitudinaria pelea a palos y piedrazos, en la que se enfrentaron los del barrio, entre ellos algunos de sus familiares directos, con «los de Pico de Oro». El grado de admiración y empatía ante la situación de violencia asombró a los directivos del colegio. Aunque no fue novedad. La inseguridad del lugar es conocida por todos. Se habla de «carreros» que marcan las casas que quedan vacías, de venta de drogas, de camionetas de lujo que entran y salen del «fondo», como llaman a lo que es casi el límite entre Florencio Varela y Almirante Brown.
El año pasado, cuando un estudiante tuvo una crisis asmática, dos docentes lo llevaron a su casa, donde un hermano del alumno y otros amigos las atacaron, les robaron y las tiraron a una zanja.
También en 2015, la madre de un alumno al que su maestra había retado por llegar tarde, fue a buscar a la docente a la puerta de la escuela. Y lo hizo armada con un revólver, a la vista de todos. La maestra faltó al otro día, y la madre se jactó delante de sus pares: «¿Vieron? A estas hay que tenerlas así de cortitas, para que aprendan…».
Y hay más: en 2014, maestros y alumnos de la primaria se refugiaron donde pudieron al encontrarse de golpe en medio de un gran tiroteo entre alumnos de la secundaria.
Otra muestra bestial de lo que acontece en la zona fue lo que le tocó sufrir a una vecina embarazada, a cuya casa quisieron entrar a robar, y al no conseguirlo, le violaron a su perra gran danés.
Mientras la clase política y los opinólogos de siempre debaten si tienen que volver o no los aplazos, los problemas de la Educación en Florencio Varela pasan por otro lado.
En la Escuela 69, maestros y alumnos deben afrontar cada día entre violencia, drogas y carencias, ante la indiferencia de las autoridades, y sin muchas esperanzas de cambios.
Es la deuda interna que nadie hasta hoy se preocupó por cancelar. La gran grieta que es la base de todos nuestros problemas como país: la que divide a los que pueden crecer y educarse en un ámbito de confort y normalidad, de los que están excluidos del sistema.
Una realidad ante la cual hablar de «igualdad de oportunidades» suena simplemente hipócrita.