Por Nahir Haber
Estamos en la “cantina” como le llaman en el Hotel, aunque es un comedor como cualquier otro. Somos la princesa rusa, el cocinero italiano adicto, el griego angurriento, el superhéroe holandés, la sensual voluptuosa italiana y yo. Yo trabajo con la sensual voluptuosa italiana que está saliendo hace unos meses con un estudiante de medicina holandés pero podría salir con cualquier otro rubio estereotipo de Tinder, da igual. Acá siempre se antepone tu nacionalidad al nombre. Es la marca de los hoteles, es la marca que deja la diferencia o la diversidad pero es la misma marca que cataloga, que identifica y también discrimina sin piedad, sin pedir permiso.
Tenemos un buffet no gratuito pero si muy barato en el que comemos abundante y variado. Yo disfruto de observar los platos, ver qué elige cada uno y automáticamente lo ubico en la región de donde son. Entonces creo aunque falazmente, entender algunas cosas.
La cantina es el espacio donde nos diversificamos pero nos discriminamos más, sin piedad. La sensual voluptuosa italiana insulta al superhéroe holandés por ponerle kétchup a los fideos que acompañan las frituras, la princesa rusa mira con desprecio al cocinero adicto porque come prácticamente con las manos. El griego que rebalsa los bordes del plato y se toca la panza antes y después de comer. A mi no me parece distintivo pero al resto sí.
Yo como siempre lo mismo, un poco de verduras y la opción vegetariana. Estamos todos distraídos con nuestras percepciones hasta que el superhéroe holandés se sienta y pone el vaso de leche al lado de su plato. Ese silencio nos modifica, en eso estamos todos de acuerdo: no se come con leche.
Creo que no tengo marcas de mi etnia porque la carne acá no tiene el sabor de Argentina. Me siento libre pero estoy más presa que todos ellos de mis estereotipos, por eso soy “la argentina sin bife”.
La modestia por estar inmerso en diferentes culturas nos lleva a la ansiedad por demostrarnos distintos y empieza la competencia, mi parte favorita del almuerzo.
El griego angurriento dice que tienen las playas más bonitas de Europa, que tienen la mejor comida y las mujeres son hermosas. Que hablan la lengua más particular y que bueno, Aristóteles, Platón, y el principio de todo, mientras escupe la comida y se limpia con una servilleta de papel que se moja con el aceite de su boca y se rompe cuando pasa por su boca, como su teoría. Enseguida la italiana lo interrumpe y le dice que en Italia está la mejor comida, sin dudas. Nos pregunta con retórica “¿por qué todos los chefs del hotel son italianos?”. “Porque son baratos” le digo. La voluptuosa italiana continúa, que la pasta, los tomates, las aceitunas, el helado, la lasaña. “Por favor, por favor”, dice mientras cierra los ojos, asfixiando el último botón de su camisa con sus pechos.
La princesa rusa se ríe con timidez y pincha las pocas cosas que hay en su plato. “Yo nací en el país con más invierno que existe en el mundo”, nos dice. “Cuando nací no vi el sol por cuatro meses, así que me ponían cerca de una lámpara que simula los efectos del sol para no perder las vitaminas”, continúa. La princesa rusa es más blanca que la leche del vaso y su torso es equivalente al bicep del superhéroe holandés.
Yo me detengo un segundo y pienso en la profundidad de nacer sin sol y ahora respeto un poco más a la princesa rusa: me hizo conocer otra tonalidad de blanco. Argentina tiene buena comida, buenos vinos, increíbles paisajes, pienso mi mejor estrategia. Pero de todas las competitividades, elegí: “yo vivo en una de las ciudades más inseguras de Argentina”. Lo digo con respeto pero sin orgullo de esta particularidad. “Después de juntarnos con nuestras amigas, nos tenemos que mandar un mensaje a ver si llegaron todas bien. Difícilmente creo que alguno de sus países tenga mejor suelo que nosotros, ni tanta gente que paradójicamente muere de hambre.” Todos dejan momentáneamente de comer y se detienen a mirarme. “Y sí, vivo en el país de la mejor carne, el mejor vino y las mujeres más lindas son nuestras madres.” Lo digo mirando al griego angurriento. Les cuento que en Argentina no hay un día que no hables con tu familia o con tus amigos, que no compartas un mate (también les explico que es mate). Pero entonces “¿cómo haces cuando querés ir a encontrarte con ellos?”, pregunta la princesa rusa. “Me arriesgo, a veces tengo miedo pero me arriesgo”, le respondo. “Yo no creo en la amistad, no la veo como algo imprescindible” dice el superhéroe holandés. La princesa rusa se levanta y se despide sin más muecas que la mirada, la sensual voluptuosa italiana pregunta de qué hablamos mientras yo intento condimentar las frituras del holandés con un poco de sentimientos.
Las prioridades las imponen las costumbres.
Nahir Haber, Desde La Haya, Holanda.