Por Alejandro César Suárez | @alecesarsuarez
Apenas su hijo nos lo presenta, nos estrecha la mano con firmeza y mirándonos a los ojos, como hace la gente de bien. Llegado a nuestro país como miles de compatriotas a través de un interminable viaje en barco junto a sus padres y algunos de sus hermanos desde su Italia natal, Nicolino Di Bella todavía recuerda las vivencias de esa travesía que duró exactamente 21 días. «En un momento me puse a tocar el acordeón y toda la gente alrededor cantaba y bailaba. Una española se sacó el sombrero y empezó a juntar plata. Me la dio, y me dijo: esto es para usted. Yo no sabía qué hacer con tanta plata, y pagué una ronda de gaseosas para todos», nos cuenta.
Nacido el 24 de junio de 1939, en el pueblo calabrés de Gásponi,»Nicola» está cerca de su cumpleaños número 80 y sigue despuntando el vicio de la música, que se dio el lujo de heredarle a su hijo varón: Miguel «el Tano» Di Bella, líder del conocido grupo de rock «Demoledor».
Nicola está casado con Eleonora Scordamaglia y tiene además dos hijas mujeres: Noelia y Mariana. Sobre sus habilidades nos explica: «Yo toco de oído… No leo música. Usted me dice qué quiere escuchar, yo le digo cánteme la canción y veo si la puedo sacar»…
Estas son algunas de las cosas que nos contó en una charla que mantuvimos a mediados de enero pasado, en la trastienda de «La Rockería», el negocio que sobre la Avenida San Martín, lleva adelante su hijo.
«Recuerdo que una vez vino a mi casa un vecino y tocó el acordeón. Ese sonido me gustó tanto que tuve ganas de comprarme uno. Pero no teníamos plata. Y con mi hermano mellizo empezamos a trabajar, cortando pasto por las casas, para juntar el dinero que necesitábamos», empieza.
El anhelado instrumento no estaba cerca, sino en una tienda del pueblo de Tropea, a dos kilómetros de ese lugar. O por lo menos eso creía. Y hacia allí fueron los dos jovencitos, tras haber juntado, con el fruto del esfuerzo de varias semanas, alrededor de 50.000 liras, una pequeña fortuna para esa época.
«Íbamos caminando, por un camino que tenía muchas vueltas, y cuando llegamos vimos que en el local había todo tipo de instrumentos, menos un acordeón. Cuando le dije que queríamos uno, el dueño llamó por teléfono, a la fábrica, en Milán, para preguntar el precio.
-¿Y qué pasó?
-Nos dijo que valía 50.000 liras y que si lo queríamos nos lo podía traer para el próximo domingo. Le dimos la plata y volvimos una semana más tarde. Esta vez, el acordeón estaba en la vidriera, con otro al lado. El dueño nos pidió que se lo dejáramos una semana más, para poder vender también el otro. Y le dijimos que sí. Al volver, ya solo estaba el mío, y nos lo llevamos envuelto en una caja. Fuimos a casa, era un día de calor bárbaro. El vecino me pidió tocarlo y lo dejé… Desde esa vez empecé a practicar, sin ningún estudio ni conocimientos de música. Tanto buscaba las notas que las sacaba, y tocaba algunas canzonetas…
-¿De qué trabajaban sus padres?
-En el campo, en la tierra. Y mi mamá hacía las cosas de la casa. Los domingos iba a Tropea a hacer las compras. Cocinaba garbanzos, porotos… Y también, en otoño, cuando caían las primeras lluvias, íbamos al campo a la mañana temprano a juntar caracoles. Juntábamos dos o tres baldes, ella los hervía, les sacaba el caparazón y les agregaba una salsa que hacía aparte. ¡Eran un manjar!
-¿Qué había en aquel campo de su infancia?
-Teníamos setenta u ochenta plantas de aceitunas, y varios animales: una vaca, un chancho, una cabra… y las gallinas. Una viña, con la que hacíamos vino. Y una planta de higos de tuna: como es una planta que tiene espinas, para sacarlos usábamos un aparato que armábamos con una caña grande y una lata de tomates. El higo caía ahí adentro y uno no se pinchaba. Después los poníamos en un balde para que se refresquen. Y además teníamos plantas de higos blancos y negros, ciruelos y unas peras grandes, que salían en invierno. Y cosechábamos lentejas.
-Prácticamente no tenían que comprar nada afuera…
-No. No nos faltaba nada.
-¿A qué jugaba?
-Jugaba a la pelota con los chicos del colegio. Y después trabajaba todo el día.
-¿Conoció a algún «nono»?
-Sí. Vivía en Gásponi, pero murió cuando yo era muy chiquito. No lo recuerdo mucho.
-¿Cómo llegaron a nuestro país?
-En 1946, mi papá vino a Argentina, donde ya tenía un hermano, en Mendoza. Se fue a trabajar con él, en la cosecha de fruta. Después vino un hermano mío, que trabajaba repartiendo sifones de soda con un camión, en Buenos Aires. Mi papá se enfermó y se lo trajo para esta provincia. Cuando se curó dijo que quería volver a Italia… Y volvió. Mi hermano se quedó y después de un tiempo mandó una carta diciendo que si no querían venir todos a Argentina, para lo cual ofreció pagarles los pasajes, él se iba a poner de novio y olvidarse de la familia, para dedicarse a su futura esposa e hijos. Cuando mi mamá la leyó, dejó todo y decidió viajar. Fuimos a Nápoles a hacer los trámites y nos vinimos.
-¿Cuántos años tenía usted?
-Yo tenía 18 años. Vinimos con mis padres y cuatro hermanos. Dos se quedaron allá, uno ya estaba acá.
-¿En dónde se instalaron?
-En Avellaneda, enfrente de la fábrica Siam. Con mi papá, hicimos nuestra propia vereda y un hombre que trabajaba en la fábrica y nos vio, nos preguntó si queríamos entrar a trabajar con ellos. Dijimos que sí. Ahí hicimos contrapisos y cosas de esas. Mi hermano que tenía una verdulería en Avenida del Trabajo y Varela, de Flores, me dijo de ir a trabajar con él. Y fui. Ahí atendía a la gente, y a la mañana íbamos al Mercado de Abasto a comprar la mercadería que después vendíamos en el negocio. A veces yo tocaba el acordeón mientras que él atendía, así la gente oía música…
-¿Qué otro trabajo tuvo?
.Después alquilé un local en San Justo y puse otra verdulería. Mi hermano me traía la fruta y yo iba al mercado a buscar la verdura.
-¿Cómo conoció a su señora?
-La conocí porque el hermano de ella iba a comprar al Mercado. Nos casamos y al tiempo, nos vinimos para Florencio Varela porque ella quería cambiar de lugar. Encontramos un terreno, que compramos con Kan-Mar y vinimos para acá. Los domingos íbamos con los chicos a pasar el día, a cortar el pasto. Y a hacer los pozos para levantar las columnas y empezar a hacer la casa. Primero fue de chapa, y después se hizo la de material. Estuve mucho tiempo viajando a la verdulería todos los días, levantándome a las tres de la mañana y acostándome a las once de la noche, hasta que me empecé a quedar a dormir allá, y venir una vez por semana. Y mi hermano hacía lo mismo. A veces lo llevaba a Miguel, que era chiquitito, y me acompañaba.
-¿También tuvo verdulería en F. Varela?
-Cuando me cansé, y la venta bajó, mi hermano se quedó con ese negocio y yo puse otra verdulería en mi casa. Pero la manejaba mi señora y tenía la costumbre de fiarle a toda la gente. Así que al tiempo, puse otra adentro de una carnicería, que estaba en la Estación. Yo le pagaba una plata por mes y manejaba la verdulería. Iba al mercado, llenaba la camioneta con mercadería bien surtida, y la gente que compraba era cada vez más. Hasta que cerró y no hice más nada. Un día escuché una avioneta con una propaganda, que decía que con 65 años podía jubilarme, fui al lugar donde hacían el trámite y me jubilé.
-¿Qué piensa de que su hijo tenga una banda?
-El siempre fue músico. De chiquito tocaba la guitarra, se reunía con los pibes a ensayar… A mí me gustaba el acordeón y a él la guitarra. Mi hermano, en cambio, tocaba las castañuelas.
-¿Le alegra que su hijo haya salido músico?
-Sí, Me alegra. También sabe que tiene que atender a su señora y sus dos negocios. Y una vez por semana, toca…
-¿Le gusta la música que él hace?
-Sí, pero no es para acordeón.
-Tiene talento el chico…
-Y sí, lo tiene.
-Lo habrá heredado de usted…
-Y, puede ser… ¿Qué quiere que le diga?
-¿Tiene algún «personaje inolvidable»?
-No.. O sí. El vecino que tocaba el acordeón, que fue el que me entusiasmó.
-¿Y ahora, sigue tocando el acordeón?
-Sí. Me pongo en la puerta de casa y toco. La gente que pasa saluda, se para a escuchar, o a veces hasta viene y canta, del otro lado de la reja. El otro día vino un maestro y me pidió que tocara una canción que cantaba su abuelo, en Italia, y la saqué. Me salió diez puntos, sin equivocaciones. El hombre terminó llorando emocionado…
-¿Tiene alguna anécdota para contarnos?
-En el colegio de enfrente de mi casa los sábados los maestros reciben a los chicos, les dan una merienda, los hacen jugar a la pelota y a las cartas, para que no estén perdiendo el tiempo por la calle, y alguna vez fui a tocar el acordeón para ellos. Un día les pedí hablar y les dije que por lo que hacían eran más que maestros, eran profesores. Yo en 1948 estaba en tercer grado de primaria, y nuestro maestro nos decía eso: que con el cinco no hacíamos nada, con el seis , mas o menos, con el siete, buenísimo, el ocho, mejor, el nueve, sos un profesor, y con el diez, sos un director… «Ustedes no son más maestros, son profesores», les dije. ¿No le parece que estuve bien?.
-¿Qué le diría a Dios si lo tuviera enfrente?
-Que no me vaya nunca… (se ríe)… Yo a la noche, cada vez que me levanto, rezo el Padre Nuestro.
La charla concluye y vamos en busca del «Tano», para sugerirle una idea que ya estaba dando vueltas en su cabeza: que Nicola intervenga con su acordeón en algún tema de Demoledor. La posibilidad queda y las ganas están. El resultado, tendrá que ser el mejor. Después de todo, se trata de padre e hijo, unidos por la misma sangre y por el mismo amor a la música.
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