Nacida el 7 de enero de 1940 en Corrientes Capital, Susana Ruiz Díaz viajó con su madre a Buenos Aires cuando apenas tenía algo más de un año. «Mi mamá, que era huérfana de madre y padre, era una mujer muy de no quedarse, de salir adelante. Estábamos en una situación fea, de miseria, y decidió viajar para acá. Llegó a la casa de su comadre y al otro día ya tenía trabajo, como lavandera. Y me llevaba, porque no me quería dejar en ningún lado. Al año, vino también mi papá», nos cuenta. Casada con Carlos Barral, con quien tuvo dos hijos, Carlitos y Horacio, tiene tres nietos y posee una amplia trayectoria como maestra en varias escuelas varelenses: empezó en la 7 de La Carolina, donde muchas veces hizo la comida para sus alumnos más necesitados, y siguió en la Nro. 9 del Kilómetro 26,700, el Instituto San Juan Bautista, la Escuela Nro. 1, la Escuela Nro. 22 como Vicedirectora, la Escuela Nro. 26 como Secretaria, otra vez la Escuela Nro. 1, con Tita Palucito, hasta que se retiró… Pero un año más tarde, ingresó al Colegio San Francisco, donde trabajó por más de dos décadas. Cerca de sus ocho décadas de vida, se entretiene escribiendo y haciendo teatro leído con sus amigas de siempre, algunas veces, a beneficio. Nos recibió en su casa de Aristóbulo Del Valle y nos contó algo de su vida.
-¿Dónde vivían cuando vinieron a Buenos Aires?
-En Dock Sud, frente al club Nuñez. A los tres años tuve a mi primera hermana y a los seis, a la otra… Tres mujeres. En esa misma cuadra vivía una viejita a la que le decíamos la Abuela Hilaria. Cuando mi mamá tenía que salir, me dejaba con ella. Tenía una mesa con un mantel de terciopelo que tenía unas borlas y en el medio, una frutera. Todavía me parece sentir ese aroma.
-¿Cómo era esa «abuela»?
-Era el retrato de la viejita que estaba en la lata del té Masaguate. Con rodete blanco y anteojitos redonditos. Té en hebras. Recuerdo que yo hablaba mucho y le bailaba. Ella me decía «bailame, Susy…» y yo me iba debajo de la casa a jugar con un perro enorme que tenían atado, porque era bravísimo. Un día me buscaban y no me encontraban, y yo estaba con el perro, comiendo dulce de leche a cucharadas con él. Yo tenía unos cuatro años… Después nos mudamos más cerca de Ingeniero Huergo, a una casa un poco más grande, en la que también ayudaba a mi mamá, lustrando los zapatos, zurciendo medias, lustrando el calentador a querosén, haciendo mandados o cuidando a mis hermanas… Y tenía una amiga, Alba Rosa Castrelo, con la que a veces jugábamos, a la escondida, a las figuritas, a la rayuela y leíamos revistas…
-¿Cuándo se mudaron a Varela?
-Nos instalamos en Zeballos en 1955, cerca del puente caído. Me acuerdo el año porque el día de la Revolución estábamos en Dock Sud y veíamos los aviones pasar muy cerca. Me acuerdo de que me metí debajo de la cama… Y también nos empujó a Varela una inundación. Mi mamá agarró una funda muy grande, puso la ropa adentro y nos vinimos. Teníamos un terreno acá porque cuando mi papá estaba embarcado, mamá lo había comprado. Le dijo a mi papá «no traigas nada del viaje, traé la plata, porque compré un terreno». Cuando llegamos yo tenía quince años, y los pasé revoleando ladrillos, ayudando en la construcción de la casa, que tenía piso de tierra. Mi viejo, gran laburador, levantó la casa, con ayuda de sus compadres, hizo la instalación eléctrica… Se daba maña para todo… Y hasta nos hacía la media suela de los zapatos.
-¿Quiénes fueron sus primeros amigos en nuestra ciudad?
-Tito Rodríguez, Eva Pons, que iba a ser su esposa, y Lita Lallardi, la hermana de Eva. Al tiempo, Peto, que era compadre de papá, se fue al Cruce, y a esa casa, pegada a la mía, la compró un turco, que no sé si era turco o árabe, porque nosotros a todos les decimos turcos… Ese turco lo vino a ver a mi viejo y le dijo: «mire Don Florencio, yo tengo tres hijos varones y usted tres hijas mujeres, podemos hacer una linda familia». Quería casarnos con ellos… Y mi papá le dijo que no, claro. Encima había uno que estaba todo el día tocando la misma pieza en el bandoneón. El tango «La Payanca»… Y sólo se sabía un pedacito… Así que con mi hermana Nilda, que era terrible, nos trepábamos al paredón y le hacíamos burla. Escuchábamos que se quejaba a su mamá: «las chicas de al lado me están haciendo burla…» y ella le contestaba: «No haga caso, hijo, no haga caso. Siga tocando…».
-¿Iba a bailar?
-Sí. Íbamos a los bailes al club Zeballos, con Eva y con Lita, pero Eva no podía bailar, porque Tito estaba siempre conduciendo el baile o haciendo de mozo… Entonces esperábamos el último tema, «la polka del espiante», y ahí sí Tito la sacaba a bailar…
-¿Cómo conoció a su marido?
-Yo estudiaba en el Sagrado Corazón. Había hecho primer y segundo año en el Normal Mixto de Avellaneda, y después acá, seguí la secundaria en la escuela de hermanas. Yo salía del colegio y pasaba por Monteagudo y San Juan, donde estaba la panadería San José. Carlos trabajaba ahí, porque era la panadería del padre, y siempre estaba en la puerta, con los brazos y las piernas cruzadas, y sin camiseta, haciendo facha, porque salía del horno, seguramente. Con el tiempo se hizo medio amigo de mi hermana, y una vez se me acercó y me pidió la bicicleta. Yo estaba en la puerta de la carnicería Los Tilos, en Monteagudo y Sallarés. Le dije para qué la quería y me dijo que tenía que ir a buscar algo a la casa… Pero estaba a una cuadra… Pensé si no me la iría a robar, pero se la presté, me la devolvió y me preguntó si me podía acompañar a mi casa. Le dije que sí, y así empezamos. Estuvimos tres años y medio de novios y nos casamos.
-¿Quiénes eran sus compañeras en el colegio?
-Patricia Negri, Lilia Goyena, Carmen Vallejo, Chichi Peiti, Elba Nélida Marra, Ana María Lorenzelli… Los años de la secundaria fueron los mejores de mi vida, un tiempo de mucha diversión. Íbamos al Arroyo de las Piedras, jugábamos en la quinta de Villa Abrille…
-De esa secundaria se salía con el título de maestra…
-Sí, me recibí en 1959 y al otro año ya empecé a trabajar, en La Carolina. Era un completo desierto. La escuela era la número 7, y funcionaba en un establo acondicionado. Tenía veinte alumnos de primer grado, entre los que había hasta chicos de catorce años. A las cuatro de la tarde, en invierno, un montón de vacas rodeaban la escuela, porque había sido su establo y lo tenían en la memoria. Para llegar, había un solo colectivo, «el Blanquito», que hacía tres viajes, uno a la mañana, uno a mediodía y uno a la tarde. A la vuelta, si no estábamos, el chofer nos tocaba bocina y nos esperaba.
-Seguro que conocían a ese chofer…
-Claro. Era el Loco Baraldo, que también trabajaba en Zeballos, y en el último colectivo del día llevaba a los novios a ver a sus parejas a Varela.
-¿Quiénes fueron su grandes compañeras?
-Patricia, Evangelina y Estela Negri y Lilia Goyena… Ahora, con Patricia, Lilia, Estelita Porto, Guillermo Dingevan y Ñuri Belmonte, hacemos teatro leído.
-¿Cómo empezó esta actividad?
-Fue idea de Evangelina Negri y arrancamos entre nosotras, en su casa. Después empezamos a hacerlo para la familia y amigos. El grupo se llamaba «Ocho Laten», ocho corazones que laten al unísono, y en el grupo estaban Patricia, Evangelina, Estela, Bebi Cameriere, Mabel Lladós y Raquel Beráscola. Tuvimos la mala suerte de que murieron Mabel y Bebi, se fue Raquel, murió Estela y nos separamos. Con el tiempo, el grupo se rearmó, agregándose Lilia Goyena y Silvana Lozano.
-También hicieron funciones a beneficio…
-Sí, para el Hogar Novak, un Centro de Jubilados de Villa Elisa, y para la Biblioteca de Villa Vatteone, por ejemplo. Ahora estamos ensayando «La Nona» e hicimos en el Madre Teresa, «Made in Lanús».
-¿Contenta con la vida?
-Sí. Con los hijos que tuve, que primero que nada son unas personas excelentes. Y con todo lo que se fue juntando alrededor, mis nietos… Y mi compañero, con el que este mes cumplimos 58 años de casados.
-¿Quién es su «personaje inolvidable»?
-Alguien que me orientó muchísimo y siempre admiré fue una señora a la que le hacia los mandados y terminé diciéndole tía, mi tía Juana, que me llevaba a pasear. Tenía una ferretería muy grande en Dock Sud. Nos queríamos mucho. Y otras dos personas, con las que también hablé mucho, fueron Estela Negri y su madre.
-¿Cree en Dios?
-Sí. Pero dejé de ir a la Iglesia porque no me encuentro bien ni con los curas ni con el Papa. Y se lo dije al Padre Marcelo. No quiero ir a misa a escuchar algo que no quiero escuchar. Y me dijo que hiciera lo que siento.
-¿Qué le diría a Dios si lo tuviera enfrente?
-Le preguntaría por qué los chicos tienen que sufrir tantas cosas, como hambre, abusos, o necesidades. Los chicos me pueden. Y también me duele ver a los viejos a los que dejan abandonados. O la gente humilde que veo luchando, como luchaban mis padres, que para algunos son «negros que cobran los planes para comprarse esto o lo otro…» Esas cosas me revuelven. Las injusticias me molestan mucho.