David Lynch en Varela



Editorial » 03/06/2024

Me gustaría escribir cosas divertidas, porque de catástrofes y pequeñas tristezas
estamos hasta el cuello.

Me gustaría escribir cosas divertidas, porque de catástrofes y pequeñas tristezas
estamos hasta el cuello. Era una madrugada en la que en vez de tomar el colectivo
decidí ir caminando. Todavía hacía calor y se podía andar en remera. Los mosquitos
podían jugarse la vida en cada picada con tranquilidad. Iba caminando por el medio de
la calle llegando a la avenida, hasta que de repente sentí detrás un rugido que quiso
pasarme por encima: era una moto con dos hombres con cascos. Enseguida me di
cuenta de que venían a asaltarme. Uno de ellos -el que iba atrás- sacó un arma y me
apuntó. Levanté las manos, corrí hacia la vereda al grito de ¡no tengo nada, tranquilos,
paren! Era la realidad, solo tenía unos pocos libros en la mochila. Me acuerdo de que
tenía uno de Mark Fisher que le tenía que devolver a Darío y otros dos sacados de la
biblioteca. Los sujetos no me hicieron nada, me dejaron y se perdieron hacia la
avenida. Corrí desesperado como para buscarlos, pero en realidad corrí desesperado
al tren, dónde empecé a llamar a todo el mundo que quería. Llamé a mi papá. A mi
mamá. A mi abuela. A mi tío. Cuando llegué a casa abracé a Shirley y a Mandarina y
me largué a llorar. Lógicamente quedé un poco en shock. Y me puse a pensar
seriamente en cuánto necesitamos llevar para salir a la calle. Qué cosas realmente
nos hacen falta. Por qué a veces vamos tan cargados y nos ponemos la mochila de
Sísifo encima. El celular, el bendito celular para estar conectados con el mundo. La
última campera de moda. Pertenecer, pertenecer. Estar al día. Ser modernos. Eran
dos hombres grandes, quizás si hubiesen sido más jóvenes no la cuento. Borges
escribió sobre Stevenson: “creía, como los hindúes, que el universo está regido por
una ley moral y que un rufián, un tigre o una hormiga saben que hay cosas que no
deben hacer”. Gracias, señores motoqueros. Me acordé de la profesora Ana María
Martínez cuando nos hizo leer El diablo en la botella de Stevenson, el Fausto de
Goethe, cuyo nombre le puso Soto a su hijo tiempo después, antes de que todas las
madres se escandalizaran por las cosas endemoniadas que nos hacía leer la gallega.
Quizás haya sido ella la que infundió en mi la pasión por la literatura, de manera
silenciosa. Quizás pudo haber sido otra profesora llamada Claudia Cáceres, quien
también me impulsó, me acuerdo de que estudiaba psicología. Quizás pudo haber sido
la señorita Cecilia, a quien no pude conocer tanto, con sus clases que tenían una
especie de chispa, tan suspicaz, como si te dieran ganas de que no terminaran nunca,
o te dejaran en suspenso para el otro día. Quizás pudo haber sido Gustavo Montanini,
el primer profesor de la facultad con el que desaprobé, cuando contó todo lo que había
hecho para pedir un libro de ética a España y cuando finalmente le llegó a las manos,
a los dos días lo encontró a montones en una mesa de saldos en calle Corrientes. ¡Un
libro de ética! Qué mundo criminal. Qué habrá sido de ellos. La profesora Anita, alias
la gallega -así le decían los educandos, no sé si ella lo sabría- era rara, era una mujer
muy chiquita y flaquita. No comía carne, lo que para esa época era extraño. Un día
nos dijo: habría que tratar un poco mejor a los animales. Recuerdo que mi papá y mi
mamá me ayudaron a preparar una lámina de Fausto, a cuya representación no pude
ir por tener que ir a jugar un partido en Rosario. También nos dio un ejercicio de taller
literario donde nos daba para continuar una historia como quisiéramos, libertad total.
Pasó todo tan rápido. Tuvimos otra mudanza este año de las mudanzas. Mi abuela
Chiche se mudó después de nosotros y fuimos a ayudar. Otra vez le prestaron el
camioncito chino a mi papá. Dos viajes de nuevo, los mosquitos, los reniegos, los que
parece que están y en realidad no están. La presencia de la ausencia. Sacar las
cosas, subir las cosas, acomodar las cosas, bajar las cosas, acomodarlas otra vez una
vez más. Acomodar, acomodar. Al final de su vida, mi abuelo quería dejar todo e irse
lejos. Vender todo. Todavía no puedo descifrar que quería hacer. Ni por qué. En fin,ahora hace frío. Los trenes andan lentos como protesta de paro, los trabajadorestrabajan más. No se puede poner todo. No se puede dar lo que no se tiene. Aunque a veces haya que sacarlo desde donde no sabemos que está. Mi otra abuela Haydeé suele recordar una película que se llama El diablo andaba en los choclos. No sé por qué se acuerda de esa película.


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