CRÓNICAS VARELENSES

Tiempo de silencio



Edición Impresa » 05/02/2025

Le consulté a Alejandro si no podía volver a publicar una columna en el diario este mes. Hacía un año creo, o tal vez más, que no publicaba...

Le consulté a Alejandro si no podía volver a publicar una columna en el diario este mes. Hacía un año creo, o tal vez más, que no publicaba. En realidad mis cartas embotelladas iban para la web, donde pensábamos que nos leería más gente gracias al tema de los algoritmos. Pero a mí me gusta sentir el papel, olerlo, tocarlo, que haga ese ruido y que las manos queden entintadas. El diario en sí me recuerda tantos domingos junto a mi abuelo, cómo le encantaba leerlo. Me pregunto de dónde habría agarrado esa sana costumbre. Una persona que todavía compra el diario es una persona que de alguna manera está salvando algo. Islas desiertas en un mar de pantallas. Todas las mañanas paso por el único puesto de diarios que queda en mi barrio, cuyo canillita es un hombre que se parece al escritor Cormac McCarthy. De Cormac McCarthy sé poco y nada, solo que ni bien murió se destapó una noticia que hizo temblar su legado y sus seguidores, como cuando se va a la casa de alguien y se entiende por qué era así esa persona, en este caso sus escritos, con esas novelas tan oscuras, puro desierto y desolación. Este que les digo es una especie de cowboy de Varela, un cowboy sobreviviente de los puestos de diarios. El hombre permanece impasible, en silencio, siempre leyendo algún diario (creo que los lee todos). Siempre es un saludo rápido el que nos hacemos, de buenos samaritanos. Me puse a pensar en cuántos puestos de diarios quedan en la ciudad y en cuántos quedarán no sé, de acá a dos años, teniendo en cuenta el que estaba llegando a Sallarés que hace mucho que no abre o el del hospital materno que directamente desapareció como si se lo hubiera llevado un OVNI. No sé si habrá más de diez puestos. A dónde se fueron. No sé cómo explicarlo. Tanto nos resignamos al poder de las computadoras, los celulares. Hace dos meses volvimos a vivir en la ciudad y la encontramos un poco…ruidosa. No digo que veníamos del mismísimo silencio del cementerio, pero estábamos acostumbrados a que los vecinos no pusieran música o se reunieran en la vereda para conversar, fumar, beber, reírse hasta altas horas de la noche. Medio en broma le dije a Shirley: de Corea del Sur vinimos a Corea del Norte. E iniciamos una guerra sin cuartel en la que todas las noches llamábamos a la policía y a la guardia comunal. Se convirtió en un ritual, hasta que logramos que por lo menos no pongan más música. En fin, la prueba de fuego fue navidad: el cono de los tragos, así se hace llamar el lugar -cuyo miembro fundante es amigo de mi hermano- organiza desde hace dos años, una súper fiesta en las intersecciones de Mar Chiquita. Se arma tal descontrol que no solo asiste gente del barrio sino de otros barrios y otras ciudades. Lo lamentable es que altere a los vecinos por lo que sucede luego, que nadie se encarga de limpiar. O no lo hacen tan rápido y la calle, esa cuadra solamente, deja los rastros del proyecto X, vasos, latas, botellas, vidrios, comida, que vaya a saber quién junta. Si fuéramos japoneses limpiaríamos todo luego del festejo. En Japón, después de cada joda, las personas se quedan a limpiar. Hay un respeto por el entorno y por los demás que nosotros, por alguna razón, hemos perdido o nunca tuvimos. Quizás me esté convirtiendo en un viejo amargado que no soporta el ruido. Pero también me pregunto a dónde van esas personas cuya única meta es juntarse a tomar y a fumar. Si nos juntáramos a leer poesía, a intentar cambiar las cosas en serio, otra sería la cuestión. ¿O la única revolución posible es la de resaca?


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