Por Alejandro César Suárez | @alecesarsuarez
Julio Parra nació en General Pinedo, Chaco, el 7 de abril de 1935. Está casado con Isabel Sommer desde hace más de medio siglo. Con ella tienen tres hijos, Cacho, Tito y Vicky, y siete nietos. Con solo cuarto grado, y «escasito», según nos lo define con su particular decir, Julio dedicó su vida al campo, donde junto a su esposa y su por entonces pequeño hijo Cacho trabajaron la tierra con esfuerzo y no poco sacrificio, logrando progresar hasta consolidar en la actualidad, en la Villa San Luis de Florencio Varela, uno de los establecimientos productores de huevos más grandes de toda la zona. Bonachón, querible y divertido, desde chiquito supo demostrar su carácter, cuando tuvo que «sopapear» al muchas décadas después gobernador de Chaco, Angel Rozas, porque el futuro político tenía la maligna costumbre de «hincar» a los caballos de los colonos con un palo, cuando los ataban al poste del almacén de ramos generales de su padre. Vecino ejemplar y líder de una querida familia, Julio es sobre todo, un visionario, que se animó a arriesgar para crecer. Y lo logró con la paciencia y empeño del que sabe sembrar una buena semilla para obtener una gran cosecha.
-¿Cómo fue su infancia?
-Mis padres se dedicaban a las tareas de campo. Y toda la familia trabajaba ahí. Ordeñábamos, cosechábamos, cuidaba las vacas, escarpía y juntaba algodón… Desde que tenía tres años ya hacía algo. Antes no se consideraba eso un «abuso». Era común ayudar a los padres.
-¿Cómo eran ellos?
-Eran españoles. Ella vino a los 25 años, soltera, en tiempos de la Primera Guerra. Mi abuela tenía cinco hijas y las cinco decidieron irse de un día para otro. Una a Brasil, otra a Francia y tres a Argentina. Acá la primera que vino fue mi mamá. Y mi papá vino a los nueve años a Balcarce, con mi abuelo, a sembrar papas. Como no funcionó el negocio, hubo que tirar las papas para recuperar las bolsas y era necesario buscar otro destino. El Gobierno daba tierras en Chaco y en Río Negro, y decidieron subirse al tren que apareciera primero. Y fue el que los llevó a Chaco…
-¿Qué hizo su madre cuando llegó a Buenos Aires?
-Cuando mamá vino no podía bajar del barco porque no tenía parientes en el país. Estuvo tres meses cocinando en el barco… Hasta que llegó el hermano de España. Como en esa época no había fotos en los documentos, había un renguito que firmaba haciéndose pasar por otros. Mi tío lo hizo firmar por él y se salvó de ir a la Guerra. Claro, cuando vieron al renguito dijeron «este no sirve ni para pelar papas»… y le firmaron la libreta. Así mi tío pudo venir para acá. Y se llevó a mi mamá a Chaco, justo a un hotel que también se llamaba Parra, pero que no tenía nada que ver con nosotros. En ese hotel ella estuvo trabajando un par de años. Y en Chaco conoció a mi papá…
-¿Cocinaba bien?
-Cocinaba de todo… Hacía puchero… Pero eso sí: nunca probó la carne de vaca. Se hacía un té con galletitas, un huevo pasado por agua… Cuando hacía el puchero, no comía la carne. Tenía sus propios cubiertos, y murió a los 100 años.
-¿A qué jugaba cuando era chico?
-A la pelota, a la bolita, al trompo. Y jugábamos con un chivito, que teníamos para carnear en Navidad. Pero resulta que el chivito venía y se te apoyaba en la pierna, o había un pan en la mesa y el chivito iba y lo sacaba, o te ibas a acostar y el chivito estaba tirado arriba de la cama… ¡Si mi mamá lo veía, agarraba la escoba y le entraba a dar!… Íbamos a cazar, el campo tenía 400 hectáreas, corríamos y el chivo siempre estaba al lado nuestro. Una vez hasta le pusimos pantalones, cinto y camisa…¿Quién iba a matarlo? Y no lo matamos nunca…
-¿Cuando fue la primera vez que le pagaron por un trabajo?
-De chico nunca. La primera vez que me dieron unos mangos fue cuando me subí al tren para ir al servicio militar. Mi papá no me dejó prender un cigarrillo delante de él hasta que hice el servicio militar. Después, hasta me pedía a mí para fumar…
-¿Cómo conoció a su señora?
-A mi señora la conocí en un baile. Cuando éramos jóvenes íbamos a bailar en los carnavales, o cuando había fiesta en algún pueblo vecino. Si escuchábamos bombas, había baile. Agarrábamos los caballos, los ensillábamos y nos íbamos al galope hasta el pueblo.
-¿Iban a caballo?
-En sulky. Una vez venía de un baile y ví que un zorrino se cruzó y me fijé desde arriba para ver si no lo agarraba. Cuando miré, me orinó toda la cara. Cuando llegué a casa, no encontraba los fósforos por ningún lado, y fui a buscar los que sabía que mi mamá tenía en su mesa de luz. Cuando me vio me dijo: ¿Qué haces con ese olor a zorrino? Y me echó afuera… Me mandó a lavarme, me hizo sacar la ropa y dejarla afuera de la casa. Menos mal que pasó a la vuelta del baile, y no a la ida…
-¿Recuerda alguna otra anécdota de esa época?
-Guardábamos la plata en un frasco que estaba metido en un agujero, en el piso, debajo de un ladrillo. Mi papá cobraba y le daba la plata a mi mamá, y ella la guardaba en la lata. Igual que hago yo, cobro y se lo doy a mi señora… Una vez la plata se mojó toda por la humedad y mi mamá la sacó y la puso a orear arriba de unos colchones. Vino un viento y la plata salió volando por el aire… Y la vieja andaba corriendo, revoleando la escoba para que las gallinas no se comieran la plata…
-¿Cuándo se fue de Chaco?
-Seguimos con el campo, con la familia, varios años, trabajando la tierra… Hasta que una vez, en los 70, en nueve meses no cayó una gota de agua. Yo estaba recién casado, con dos pibes… La cosecha estaba perdida. Y no teníamos un mango… Le dije a uno de mis hermanos: «Yo me voy a Buenos Aires, esto no da para todos…». Y me fui. A lo que fuera, si era necesario, a trabajar de peón, que por lo menos me iban a pagar. Mi señora tenía una tía con un criadero de pollos, y la fuimos a ver. Nos dijo que iban a poner un peladero, que necesitaban un encargado. Iba a tener casa y trabajo. Le dijimos que sí. Y llegamos al Cruce de Ranelagh. En el tren vinimos con un cajón con ropa, un colchón doblado, y una bolsa de arpillera…
-¿Qué tal el nuevo trabajo?
-Entré a trabajar con 30 mujeres a cargo. Pero al año y medio se disolvió la sociedad. Traje una camioneta que yo tenía en Chaco y empecé a hacer taxi-flet en Quilmes. Estuve dos meses leyendo Patoruzú en la camioneta. Hacía un viaje y estaba esperando toda la tarde para hacer otro. Pero cuando llovía, nadie llevaba su camioneta y hacían que yo anduviera de acá para allá metido en el barro. Hasta que dejé de ir cuando estaba lloviendo…
-¿Qué hizo después?
-Fui al criadero de un hombre que se llamaba Bertino Rozo Rodríguez, que me dijo de venir a Florencio Varela como encargado de su criadero. Así que vine a ver como era, y nos mudamos para acá, a un campo que estaba enfrente del club Villa San Luis. Estuve un tiempo y un día le dije: «Los chicos se me están criando a puro pan… Lo único que le pido son cinco pesos de aumento». Y me contestó: «No.., para eso te dejo la granja…». Le dije «para fin de mes me voy».
-¿Y qué hizo?
-Al mes me fui al campo del portugués Coelho. El cultivaba flores, yo quería criar pollos… Me dijo «haga lo que quiera», vendí la camioneta y la parte de tierra que tenía en Chaco, y con esa plata invertí para poner en marcha el criadero. Empezamos con 3500 pollos, hice otro galpón, y ya teníamos 7000… Los pollos dejaban mucha plata. Pero después me tuve que abrir, porque mientras yo invertía en el campo lo que ganaba, mi socio le daba su plata a un prestamista, que terminó estafando a un montón de gente. Como así no podíamos seguir, le dije «desde ahora cada uno cría sus pollos».
-Y se fue otra vez…
-Sí. Terminé comprándole el campo a Eduardo Bas, el suegro de Fernando Da Costa. Y me puse el criadero acá. Compré una prefabricada y armé un galpón para 1500 pollos, en 2000 pesos a pagar en dos años. Además, cultivaba flores y a la noche trabajaba en la embotelladora de Pepsi. En una Navidad nadie quería ir a trabajar, y yo fui, porque me pagaban triple. Vivíamos en el mismo galpón que los pollos. De un lado estaba la cama, y del otro los pollos, separados por un nylon. La primera noche que dormimos ahí hubo tormenta, y el galpón vibraba que parecía que se iba… Los pollitos estaban contra el rincón,,, Llovió adentro y se mojó toda la cama.
-Y fue progresando a base de trabajo…
-Fuimos creciendo, laburando a lo perro, parejo con mi señora.
-¿Por qué dejó los pollos y empezó a vender huevos?
-Porque hicieron una ley que no permitía vender pollos vivos. Y los que me venían a comprar dejaron de hacerlo. Vinieron los de Molinos Río de la Plata a ver si no quería venderles para su empresa. Les dije que no, que yo había hecho los galpones para mí, no para ellos. Así que fui, compré 1500 gallinas, las crié para ponedoras, les puse cajoncitos de manzanas, y ahí ponían los huevos. Hice todos los galpones con mis manos. Como las gallinas se picaban entre ellas, vi que así no funcionaba. Y compré jaulas. Unas que estaban todas rotas, usadas, que tuve que arreglar. Y las enjaulé. Ya era un adelanto. De cada tres cajones de huevos que vendía, uno era para gastos, y los otros dos, para mí. Al tiempo tenía 5000 gallinas….
-¿Cuántas tiene hoy?
-Ahora tengo 50.000 gallinas.
-¿Está contento con la vida?
-Muy contento.
-¿Qué le enseñaron sus padres?
-Me enseñaron lo que soy. A trabajar y ser educado.
-¿Qué le diría a Dios?
-Gracias. Y que no me lleve todavía… Que me deje unos añitos más y chau, que después sigan los otros. Porque es así, al final nos vamos todos… Mi mamá creía mucho en Dios, pero no iba a la Iglesia, porque cuando tenía quince años, el cura le tiró los galgos. Desde ahí, dijo «esto no es cristianismo»… y no fue más.
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