HISTORIAS DE MI CIUDAD

Eduardo Villa Abrille, el primer Intendente Peronista



Historias de Mi Ciudad » 01/12/2017

Por Alejandro César Suárez

 

En 1948, mientras el Mundo se conmovía por el asesinato de Mahatma Gandhi, en Argentina el gobierno del General Juan Domingo Perón iba preparando la reforma de la Constitución Nacional del año siguiente y mientras tanto, se elegían legisladores e Intendentes. En Florencio Varela, un vecino perteneciente a una conocida familia del casco céntrico, asumía la jefatura comunal tras haber sido consagrado por la voluntad popular: Eduardo Villa Abrille, el primer Intendente peronista de la historia de nuestra ciudad.
Nacido en una familia que residía en la calle Tacuarí de Capital Federal, Eduardo tuvo
doce hermanos, tres mujeres y nueve varones, uno de los cuales falleció de bebé por una neumonía. Su padre, Amador, tenía una fábrica de calzado que alcanzó gran prosperidad gracias a la Primera Guerra Mundial, a varios de cuyos ejércitos les vendía pares de calzados que él mismo fabricaba. Pero como pasa muchas veces, la economía devino en circunstancias imprevisibles y muchos de esos envíos quedaron sin pagar, lo que obligó al cierre de su empresa.
La mudanza a nuestra localidad se realizó asentándose la familia en una amplia y arbolada manzana del Centro, en la esquina de 25 de Mayo y Jorge Newbery. La quinta tenía su cochero, Braulio Alvarez. En esa quinta se hacían varias reuniones sociales, siendo frecuente la presencia en muy bien servidos almuerzos, del cura del Pueblo, el Padre Arbe, el Juez de Paz, el comisario y otras personalidades relevantes.
Las nietas de Amador, Beatriz y Ana Villa Abrille, dialogando hoy con Mi Ciudad, nos cuentan que en ese caserón también vivió “la tía Matilde”, una mujer que supo ser precursora en muchos aspectos. No sólo por ser una de las maestras fundadoras de la Escuela de Adultos, sino porque manejaba su propio auto, fumaba y hasta tiraba algunos tiros al aire cuando escuchaba a algún intruso merodeando su finca. Ellas también nos definen lo que fue el destino de su abuelo, arribado a nuestro país desde su España natal: “Vino a hacer la América, la hizo y la perdió”. Amador había nacido en San Martín de Oscos, un pequeño pueblo cercano a Oviedo, en Asturias.
La quinta iba a seguir teniendo destino familiar por mucho tiempo. Años más tarde, y producida ya la quiebra de la fábrica de calzados, Alejandro Villa Abrille, un sobrino de Amador que se casó con una mujer rica, la compró para que sus parientes pudieran seguir residiendo allí.
No fue esa la única ayuda económica que recibió Amador: su gran amigo Evaristo Rodríguez, fundador de la panadería San Juan, también le dio una mano. Evaristo también fue padre de un Intendente varelense, Félix Rodríguez.
El joven Eduardo siempre tuvo un carácter especial. Tanto que en una ocasión se peleó con sus padres y se fue a vivir a la casa de unas primas, en Olivos. Durante ese período, trabajó en un Banco y en la oficina de Rentas, en La Plata. Pero nunca dejó de visitar nuestra ciudad, especialmente cuando se puso de novio con una vecina a la que conocía desde muy jovencito: Beatriz Merighi. Ella vivía cerca de la quinta, en la esquina de 25 de Mayo y Rivadavia, y era integrante de una familia que también comprende a los Merigho, sólo diferenciados en esa última sílaba por el error de un empleado del Registro Civil.
Tras varios años de noviazgo, Eduardo y Beatriz se casaron y con un crédito, compraron una casa, sobre la calle 25 de Mayo, a la que se fueron a vivir. Pero el destino les tenía reservada una sorpresa: una tarde, en Constitución, cuando estaba a punto de tomar el tren para Florencio Varela, se encontró con varios conocidos, habituales compañeros de viaje, que lo felicitaban y él no sabía por qué. “Porque te ganaste la lotería”, le dijeron. “¿Pero como me voy a ganar la lotería si yo no jugué?”, contestó, a lo que le respondieron mostrándole un artículo de la edición vespertina de “La Razón” de ese mismo día, en el que una nota, con foto y todo, mostraba a Beatriz, su esposa, junto a Cholita Veriani y Margarita Biombo, como afortunadas poseedoras del billete que se llevó el “Gordo” de Navidad. Resulta que la tía de Cholita tenía una agencia de lotería, y Beatriz y sus amigas habían comprado un billete sin que él lo supiera. Ese inesperado premio les permitió a Eduardo y Beatriz no sólo pagar el crédito antes de tiempo, sino adquirir el terreno lindero a su propiedad, donde en estos días se levanta una Iglesia Mormona. Margarita Biombo, por su parte, se casó con Angelito Demattei y ambos estuvieron al frente de un conocido café en la Estación de F. Varela.

 

A la Intendencia

Con inquietudes políticas, relacionado con Cipriano Reyes y la gente del gremio de la carne, Eduardo, al igual que miles de jóvenes cautivados por la figura de Perón, comenzó a militar en el Partido Laborista, lo que originó un quiebre en la tradición familiar, ya que todos los Villa Abrille eran conservadores. Apenas Don Amador, y debido a su gran amistad y respeto para con el Dr. Salvador Sallarés, se había permitido pasar a revistar en las filas de la Unión Cívica Radical.
Confirmado como candidato peronista, y después de una campaña hecha a pulmón, en la que sus propias hijas ordenaban las boletas que se entregaban a los votantes, y en la que su hermana Matilde ponía a disposición su auto para colocar carteles y repartir boletas en lugares tan lejanos como el barrio La Colorada, por ejemplo, Eduardo se convirtió por imperio de las urnas en el nuevo Intendente. El festejo incluyó un concurrido acto que se armó alrededor de un improvisado escenario montado en la esquina de 25 de Mayo y Newbery. Y tan improvisada era esa tarima, que se vino abajo, cayéndose Eduardo y todos sus compañeros al piso ante la sorpresa general.
Su rival en esos comicios fue otra relevante figura del ayer: el Dr. Alfredo Scrocchi, reconocido abogado, fundador de Defensa y Justicia y de Rotary, además de magistrado. Conocidos los resultados, “Alfredito” fue justamente el primero que fue a visitar a Eduardo a su casa para felicitarlo. Esa relación de confianza era tan grande que, como sus funciones de abogado lo obligaban a trasladarse una vez por semana a La Plata, Villa Abrille aprovechaba y le daba los expedientes de la Municipalidad que tenía que llevar a la Gobernación.
Cuando fue Intendente, Eduardo no tenía ni para pagar la luz. “Antes si te metías en política, que te ayude Dios”, nos dicen sus hijas. “Pensar que ahora los políticos terminan todos ricos”. Y agregan: “A veces cobraba el sueldo de Intendente y en el camino desde la Municipalidad hasta casa le había dado toda la plata a los que se la pedían… Llegaba y nos mostraba los bolsillos vacíos.”
Querido y respetado, Eduardo nunca comía solo. Siempre invitaba a alguien a su mesa. Vaccari, presidente del Consejo Escolar, era uno de sus habituales compañeros de almuerzos, en el ínterin para volver al Municipio para seguir trabajando.
Claro que su casa era un sitio destinado a cobijar pequeñas y grandes reuniones políticas. Allí concurrían, entre otros, Ballerini, Ercolano, Heberto Tedesco, Bideberregain, Muñiz, López, Shito Gibelli y Bideberripe, que, cuando tenían un rato de distensión, jugaban a las cartas o los dados.
Además de reemplazar los viejos paraísos de la calle 25 de Mayo por los aún vigentes naranjos, Eduardo facilitó, en su rol como Intendente, la llegada y el asentamiento de los colonos de la zona rural de La Capilla. Ese seguramente fue su mayor logro como jefe comunal, y le valió tener una gran relación con la comunidad japonesa, pionera del trabajo en los campos varelenses.
Sin embargo, no todo era armonía. En aquellos años también existía la “grieta”, y en la sociedad varelense había gente que odiaba a los peronistas, llevando tal sentimiento a límites de intolerancia que no se detenían ni aún ante el dolor de unas niñas. “Nosotras no entendíamos por qué algunos nos trataban mal o dejaron de hablarnos”, cuentan las hijas de Eduardo a Mi Ciudad. No era el único episodio de esas características: su abuela no podía creer que un conocido político radical, cada vez que pasaba frente a la casa de los Villa Abrille, escupiera en el suelo.
Tal estado de confrontación no impidió que Eduardo tuviera entre sus más grandes amigos a un ferviente hombre de la UCR: don Amador Rosselli, quien iba a su casa a jugar a las cartas, con él y con Pampa Mom, y a compartir interminables rondas de mate. Las discusiones políticas entre Amador y Eduardo eran cotidianas y “a muerte”, pero cuando aquel se iba, enojado, Eduardo lo llamaba para que volviera, y así ocurría. La amistad era más fuerte que las diferencias partidistas.

 

Una carta al Coronel

En 1952, Eduardo fue reemplazado en la Intendencia por Luis Calegari, quien tendría ese cargo hasta el Golpe de 1955.
Eduardo ingresó entonces al rubro inmobiliario, y tuvo una importante participación en el loteo del barrio Los Tronquitos.
En 1966, en ocasión de encontrarse, como corolario de otro Golpe de Estado, como Intendente de facto de Florencio Varela el Coronel Enrique Grazzini, le envió a Eduardo una carta “para saludarlo cordialmente” y “ponerse a su disposición para lo que pueda serle útil”. La respuesta de Eduardo no tardó en llegar. De puño y letra le escribió al militar: “Quizás usted tiene conocimiento de mi persona por el hecho de haber desempeñado el cargo de Intendente en el período 1948-1952, en esa época significó para mí, Patricio de este pueblo, una de las aspiraciones más grandes. Fui dirigente político en la expresión más romántica, respeté y fui respetado, administré el patrimonio público con la probidad determinada por la Ley, respeté las ideas de los demás y en la función desempeñada llevé colaboradores (caballeros) que aún permanecen en sus cargos y hacen honor a los mismos. Del ayer conservo la amistad de hombres que fueron en su hora un ejemplo. Es normal en normas de ética contestar cartas de agradecimiento. En mi caso, he preferido esperar. Teniendo conocimiento que otras del mismo tenor han sido recibidas por otros vecinos debo manifestarle sin menoscabo a su persona que no acepto, a pesar de mi humildad ciudadana, ser tratado con la misma vara que quines nunca contribuyeron a la pacificación y a la concordia, y dejaron mucho que decir de su administración. Retribúyole su ofrecimiento, ofreciéndole ésta, su casa, para tener el honor de conversar con Usted”.
Eduardo murió el 26 de noviembre de 1971, a los 66 años. Su ejemplo de vida, su honestidad y su pasión por una política puesta al servicio de la comunidad, colocan su nombre entre los de aquellos que contribuyeron generosamente a engrandecer nuestro Pueblo.

 

(Revista Extraordinaria de Mi Ciudad, diciembre de 2017)


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