ENTREVISTA

Rosa Seynaeve



Entrevistas » 01/03/2020

Hacía mucho tiempo que la buscábamos para hacerle una nota, pero distintos inconvenientes fueron postergando la concreción del reportaje. Hasta que finalmente nos dijo que sí. Rosa Seynaeve nació el 10 de julio de 1933, en Etterbeek, un pequeño pueblo cerca de Bruselas, Bélgica. Su padre, Mauricio, varias veces campeón de ciclo cross, fue una gloria del deporte europeo y una de las más grandes personalidades de su país. «No hay piernas más lindas y fuertes que las de un ciclista. Ningún deporte saca tanta fuerza», asegura con gran convicción. Le tocó vivir la Segunda Guerra Mundial y siendo una jovencita, emigró a Argentina junto con su abuela paterna, sus padres y sus dos hermanos. Su charla se abre en distintas direcciones. Es lógico: sus recuerdos son enormes y la marcaron para siempre. La infancia en su pueblo, tomado por el ejército alemán, la Catedral quemada «desde adentro», su exilio y su adaptación a esta, su nueva tierra, donde echó raíces para siempre, se entremezclan en una conversación que duró casi dos horas y daba para mucho más. Es viuda de Eduardo Diéguez, con quien tuvo dos hijos, Francisco «Quico» y Helena, y tiene una nieta, Amalia.

 

-¿Qué nos puede contar de su niñez? ¿A qué jugaba?
-Estábamos todo el día en el colegio, así que no nos quedaba mucho tiempo para jugar. Papá y mamá nos ponían a uno en la cocina, a otro en el salón, y a otro en el cuarto, porque si no, éramos un trío de locos... Yo siempre fui muy deportista, tenía una bicicleta de las más chicas, y con ella me iba hasta Flandes. También hacía gimnasia, y les enseñaba a los demás. A mi hermana en cambio le gustaba más jugar con muñecas. Recortábamos dibujitos, que después vendíamos entre nosotros. También recortábamos los envases de las Gilette de la Legión Extranjera. Una vez me corté el brazo con una (nos muestra la cicatriz) y mi mamá me tuvo que llevar a la Farmacia. También jugaba a las bolitas, y al fútbol con los chicos, como arquera, me tiraba para un lado y para el otro… Había muchas cosas que no podíamos hacer, como salir a la calle después de cierta hora. Íbamos al cine… En esa época había una chica que estaba muy enferma, y siempre la visitábamos. Una vez, le pedimos permiso a papá para ir al cine y nos dijo que no. Entonces le preguntamos si podíamos ir a visitarla, y nos autorizó. Pero fuimos al cine, y cuando salimos… Estaba mi abuelo esperándonos, con los brazos cruzados. En casa criábamos conejos. Había más de treinta, y cuando llegaba el invierno, se le llevaba las pieles a un peletero y nos hacía unos saquitos y gorros para abrigarnos. Cuando salíamos del colegio nunca llegábamos a tiempo a casa, porque nos quedábamos haciendo figuras en la nieve. Y cuando por fin volvíamos, ahí estaba otra vez el abuelo, con los brazos cruzados, riéndose.
-¿Cuál era el trabajo de su padre?
-Era yesero, un trabajo que hacía con su hermano. Además, construyó varias casas. Fue una figura muy grande del ciclismo. Su mejor temporada fue entre 1927 y 1933, y después con la Guerra se terminó todo. Tenía un estilo particular: iba toda la carrera atrás, pero cuando llegaba el sprint, la última vuelta, era una flecha. Había un cura, que era más que un cura, que le hacía reportajes a mi papá, y a todos los que se destacaban en distintas disciplinas.
-¿Su madre era ama de casa?
-Mamá llevaba las cuentas en un negocio de materiales eléctricos, y después tuvo una mercería.
-¿Usted ayudó alguna vez en el negocio siendo niña?
-Sí. Una vez un cliente le dijo a mi mamá: ¿de dónde sacó una vendedora como esta? Nosotros pedimos una prenda y salimos con dos…
-Le tocó transcurrir parte de la Segunda Guerra… ¿Cómo lo recuerda?
-Recuerdo el día que estalló la Guerra. Fuimos al colegio y escuchábamos las bombas. Bélgica la pasó mal, era el lugar de paso de todos, y no estábamos listos para enfrentar a ejércitos tan preparados. Ocuparon varios edificios, entre ellos, los colegios. Hay que decir que los alemanes nos trataron bastante bien. Nos traían salchichas, bolsas de harina, leche en polvo, limón en polvo con el que se hacía una especie de agua de limón, hablaban con nosotros… Claro, eran soldados rasos. Pero lo que hicieron los alemanes, no sólo con los judíos, fue tremendo. Las muertes, los experimentos… Fue un desastre. Cuando sonaba una sirena nos ponían una máscara y nos cubrían con una toalla, para que no nos pegaran las piedras si bombardeaban. Cuando podíamos también nos subíamos al techo para ver como caían las esquirlas. Una vez vimos como una esquirla alcanzó a un hombre y quedó ahí, tendido. No se podía hacer mucho, pero mi papá había construido una especie de bunker, donde por algún tiempo escondió a tres judíos.
-¿Cómo era eso? ¿Dónde estaba ese búnker?
-Adentro de la casa, abajo, en un espacio que no se veía.
-¿Tiene alguna anécdota de aquellos tiempos?
-Un día, cuando tenía unos ocho o nueve años, vi a un oficial alemán, frente a la Catedral, la que se quemó, maltratando a un viejo, y lo empujé. Lo soltó, el viejo retrocedió unos pasos y yo empecé a patear al soldado. Entonces me puso la mano en la frente, se río y me dijo: «niña, andá a tu casa, que yo te vi salir de ahí. Dale». Vi que el viejito ya se había ido, y me fui.
-La podía haber matado…
-Si hubiera sido morena, o algo parecido, seguro que sí.

-¿Cuándo llegaron a F. Varela?
-Después de la Guerra… Mi abuelo falleció de un infarto unos meses antes de venir. Había dicho que prefería morir antes que irse. Pero mi abuela vino con nosotros. Yo tenía 16 años, llegué dejando atrás corazones rotos y otros que querríamos haber roto… También vino mi tío, y con él, papá construyó varias casas, por ejemplo, la de la familia Ragona, donde después estuvo la Escuela de Arte.
-¿Cómo fue el viaje en el barco?
-Arriba había baile, con los oficiales, y abajo se escuchaba día y noche las canzonetas. Nosotros no estábamos ni abajo ni en el sector superior, estábamos en una categoría intermedia. Comíamos todo lo que nos daban. Y si no quedaba el plato limpio no te daban postre. Había que dar vuelta el plato para mostrar que estaba vacío. Una noche sirvieron chauchas, que a mí no me gustaban, y le dije a mi mamá que no quería comerlas. Al otro día, cuando me levanté, pedí un pancito, pero me dio para comer las mismas chauchas. Y me las comí.
-¿A qué barrio se fueron a vivir?
-Nos instalamos en una casa del barrio El Ombú, frente a un corralón donde vivían unos franceses. Al principio dormíamos en el piso. En el barrio ya estaba la panadería La Aurora. Ahí levantamos la tierra, sacando muchos huesos y ladrillos, para hacer nuestra huerta. Y teníamos que bombear para sacar agua. 250 veces cada uno de los hermanos. Tres por 250, eran 750 veces que bombeábamos para tener agua. Todas las noches. Pero hacíamos todo con cariño… Vinimos de Bélgica dispuestos a aprender de todo, a no quedarnos con una sola cosa.
-¿Cómo era esa casa?
-Había limoneros, mandarinas, una huerta que tenía de todo… Papá fue arreglando la casa de a poco, y la dejó increíble… Viví en El Ombú hasta que me casé. Justamente en el ombú que da el nombre al barrio yo me subía a leer. Y una vez en ese árbol vi un búho que estaba como mirándome fijamente, pero en realidad dormía con los ojos abiertos.
-¿Cuál fue la primera familia que conoció en nuestra ciudad?
-Los vascos Unamuno. Con algunos de ellos hablábamos en francés.
-¿Cómo aprendió nuestro idioma?
-Leyendo libros de poemas en el Centro Cultural Sarmiento. Bécquer, Machado y muchos otros, fueron mi eje para poder leer y saber más de la vida…
-Así que pasó parte de su juventud en F. Varela… ¿Qué hacía para divertirse?
-Íbamos a los bailes del club Varela… y alguna vez hasta se hizo una cola para bailar conmigo. Mi papá iba con nosotras, y nos decía «bailen una pieza con cada uno». Entre los chicos estaban Dreyer, Eduardo Negri, Titique Rosselli, que a mí me gustaba, Albarellos… Y las chicas: iban las hijas del Dr. Pereyra. También teníamos un grupo de belgas muy lindo, con el fotógrafo Ian Dals, y su esposa, que nos enseñaba todos los deportes. Nos reuníamos en una herrería, jugábamos al tenis, pelota al cesto, básquet, lanzamiento de jabalina… y competíamos. Y algunas veces nos íbamos al Río Luján. Otra cosa que hacíamos era ir a misa todos los domingos y cuando terminaba, derecho al club Varela. Tomábamos algo pero no teníamos mucho tiempo, porque a las 12:30 ya teníamos que estar sentados a la mesa. Era nuestra gran diversión, estar en el club…
-¿Cómo era este pueblo en esos años?
-Era muy lindo, se podía caminar tranquilo por la calle, andar en patines, no había autos, solo unos pocos, como el de Ghio, el de Podestá… Pasaba un carro que repartía pan lactal a domicilio, otro que repartía pescado. Y otro con frutas. Y a la leche la traía Bassagasteguy.
-¿En qué trabajó?
-Fui secretaria de Emilio Lawaisse, que trabajó para la Algodonera, y tuvo muchos años una fábrica de cinta de hilera en Avenida San Martín 100. Después también trabajé como vendedora con Pedro Mayorga, en un negocio que estaba en Florida casi Córdoba, en Buenos Aires, donde empecé como traductora. El decía que nunca había tenido una vendedora como yo… Vendía artículos de cuero. Ahí estuve casi dos años. Y en 1957 me casé.
-¿Cómo conoció a Eduardo?
-La primera vez que lo vi fue en el Centro Cultural Sarmiento. Me preguntó qué buscaba. Dijo que me quería recomendar un libro, Las Mil y una Noches, y le dije que ya lo había leído varias veces. Yo tenía 18 años y él, 7 años más. Ya era un hombre… Y trabajaba como contador. Después volví a verlo en el club Varela Junior. Yo estaba como moza y me tocó en mi mesa. Pero no lo podía ni ver, porque era muy mujeriego. Le decían el Torito… Era demasiado bonito.
-¿Y cómo se concretó el noviazgo?
-Una vez me vio pasar por la calle cuando estaba lloviendo y me quiso llevar con el coche. Pero le dije que no. Otra vez volví a encontrarlo e insistió, y finalmente me subí. Era tardecito, casi noche… Pensé que me había metido en la boca del lobo… Trataba de hablar y yo, nada… Después, paró el auto . Y empezó a hablar… Dijo que me admiraba, y qué se yo… Yo me había enamorado, en Bélgica, de un muchacho que era de una familia rica. Venía a mi casa, y un día se enteró el padre, que cuando me vio, me dijo, «si usted cree que se va a casar con mi hijo está equivocada, porque su familia no es nadie»…
-Volviendo a Eduardo… ¿Le pidió su mano a don Mauricio?
-Pidió oficialmente la mano, y con traje. Me había dicho que quería hablar de algo serio. Antes era así: si no te proponían casamiento no te podían poner un dedo encima.
-¿Qué cosas le enseñó su padre?
-Principalmente, a no envidiar nunca lo que tenga el otro. A darle al que necesita. A ser honrado, no hablar nunca mal de nadie, ni andar cuchicheando sobre los demás. A hacer el bien a todos.
-¿Está contenta con su vida?
-Muy contenta… En un momento tenía ganas de volver a estar en Bélgica, con mis primos. Pero después no. Estoy feliz con mis hijos… Mi hija tuvo problemas de salud pero salió adelante. Mi nieta es abogada y sacó todos 10 en la Facultad… Haber vivido una guerra, la posguerra y la inmigración fueron experiencias únicas, que te hacen bien. Este es un país que se nos abrió y nos dio todo.
-¿Qué le diría a Dios si lo tuviera enfrente?
-Yo no hablo mucho con El, hablo con su madre, la Virgencita. Sé que El está, pero mis charlas son con Ella, que me sacó adelante en todas.


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