Por Dr. Facundo Mónaco
Desde quienes lo reducen a interacciones bioquímicas que ocurren en nuestro cerebro hasta quienes lo hacen poesía. A lo largo de la historia, muchas personas intentaron explicar lo que ocurre cuando, en palabras de Julio Cortázar, nos alcanza ese rayo que “… te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio”. El amor es inspiración. Puede ser alegría, pero también puede ser sufrimiento. Lo más probable es que la mayoría lo hayamos experimentado alguna vez, pero es imposible que dos personas hayan compartido exactamente la misma experiencia.
Si fuiste de quienes tuvieron la suerte –o desgracia- de estar enamorados, sabes muy bien que no es posible encontrar una definición que abarque todos los aspectos, aunque hay algo que probablemente sí sabes: no podemos elegir de quién enamorarnos. El amor nos elige y sí, eso es un problema.
¿Por qué tenemos tan poco control de la situación? ¿Por qué no podemos ser objetivos y racionales? ¿Por qué necesitamos más? ¿Por qué cuando aparece somos tan felices y cuando se va, el “bajón” es insostenible? Por un momento, pareciera que estamos hablando de una droga. Bueno, digamos que va un poco por ahí.
¿Es posible pensar al amor como una droga? La realidad es que los centros neuronales que e activan cuando esa persona nos escribe son los mismos que se activan cuando se consumen sustancias de abuso, los cuales se localizan en el sistema límbico. El límbico es una región cerebral que se relaciona con lo que conocemos como “circuito de recompensa cerebral” que, entre otras cosas, permite que desarrollemos conductas aprendidas que responden a hechos placenteros. Además, está demostrado que el amor tiene, por ejemplo, un efecto similar al de algunos analgésicos debido a que activa regiones cerebrales que reducen el dolor.
El problema, como con las drogas, aparece ante la ausencia de las mismas: las consecuencias de la falta de estas sustancias se reflejan en comportamientos depresivos culpables de –en el caso del amor- hacerte aparecer llorando en la puerta de su casa.
Pero, ¿cómo se desencadena todo este mecanismo que nos puede llevar de la absoluta felicidad a la profunda tristeza sin escalas? Para que se dispare todo este complejo mecanismo a nivel cerebral, tiene que existir quien jale el gatillo: la dopamina. Está demostrado que, en hombres, el aspecto físico de la otra persona es el principal disparador de esta molécula, por lo que el estímulo es fundamentalmente visual. En cambio, en las mujeres, el proceso es más complejo e involucra otros sentidos como el tacto o el olfato. La sensación placentera del enamoramiento es por la secreción de dopamina. Esta hormona activa diferentes partes del cerebro y provoca reacciones fisiológicas variadas como el aumento de la frecuencia cardíaca esos minutos previos a que pase a buscarte. Pero, el enamoramiento propiamente dicho ocurre cuando la dopamina impacta en la corteza prefrontal. En relación a esta última, encontramos diferencias entre hombres y mujeres: en ellas, esta zona termina de interconectarse alrededor de los 21 años de edad, mientras que en ellos sucede alrededor de los 26 años. Así que, si tiene 25 y todavía quiere seguir viviendo con la madre, déjalo. Ya va a terminar de interconectarse (o no). Una vez que empezó el enamoramiento, la zona encargada de liberar la mayor cantidad de dopamina es el área tegmental ventral, localizada en la base del cerebro. Esta área es un 70% más grande en mujeres y es responsable, por ejemplo, de que el orgasmo femenino sea más duradero a comparación del orgasmo masculino.
Casi todos alguna vez perdimos en el juego del amor, por lo que la pregunta que ahora surge es: ¿por qué me dejó de querer? Con el tiempo, los receptores de dopamina pierden sensibilidad. Esto significa que dejan de responder al estímulo inicial que desencadenaba la reacción placentera del encuentro con esa persona especial. El plazo estimado en el que esto ocurre es de unos 3 años, aproximadamente. Entonces, ¿el fin es inevitable? Bueno, no. Existe otra hormona llamada oxitocina que se relaciona con la sensación de apego y la teoría señala que, si una pareja no logra construir una relación más allá del enamoramiento o del placer sexual en tres años, lo más probable es que la relación termine.
Existe un modelo matemático que se une a la neurobiología para abordar la cuestión a través de un sistema de ecuaciones diferenciales. La base de la ecuación surge de la 2da Ley de la Termodinámica que nos explica que, si un cuerpo deja de recibir calor se enfría y para evitarlo hace falta un aporte externo de energía. De acá –solamente como un paralelismo- parte la analogía con las relaciones. Las variables de la ecuación serían dos: la sensación amorosa (energía interna del sistema) y el esfuerzo que hace la pareja para que la sensación dure a lo largo del tiempo (transferencia externa de calor). Las parejas no tienen acceso a aumentar de forma directa la sensación amorosa, pero sí pueden hacerlo incrementando el esfuerzo. ¿Cuánto esfuerzo? La respuesta es que, generalmente, más del que nos gustaría realizar y varía según cada pareja. Siguiendo con la misma línea, también entendemos que las relaciones sentimentales están en un sistema inestable donde su propia inercia es negativa. Es decir, si una pareja deja de esforzarse y luego quiere retomar el esfuerzo, es muy posible que la situación se torne irremontable. Por último, el esfuerzo se puede interpretar tanto en cantidad como en calidad: hacer cosas que nos desagradan, pero que le gusta na la otra persona o aumentar la frecuencia de actividades que pueden ser buenas para ambas personas, así como el factor de las sorpresas y novedades siempre suman porque contribuyen a disparar dopamina. Lograr un amor “para siempre” es algo bastante complicado, pero no imposible. Entonces: deseo, atracción, unión y vamos viendo. Si existe una cuarta fase del amor, lo más probable es que esté del otro lado del espejo.