Por Nahir Haber
Un día a los 11 años mi hermano llamó a Gabriel, un amigo suyo japonés que nos traía material inédito de Dragon Ball Z directo de Okinawa a un televisor de Florencio Varela. Le preguntó si quería salir a dar vueltas por el centro y tomar un helado. Gabriel le dio la respuesta más legítima de aquellos tiempos y de estos también: «no estoy de humor». Dejábamos en la inocencia de la infancia las charlas sinceras para hundirnos en las ambigüedades de la preadolescencia y lo juzgamos, no lo entendimos. Para nosotros nadie a los 14 años tenía como plan superador quedarse en la casa.
Todos los varelenses crecimos con un japonés y pudimos desperdiciarlo. Seguramente alguno de los que estén leyendo esta nota, fue el japonés del curso o el del trabajo, o bien el del equipo de algo. Seguramente algunos otros que leen también fueron a la escuela con uno, lo apodaron y porqué no, también se burlaron al principio hasta que les dio una lección en algo. Otros perdieron la prueba de fondo de los 1500 metros llanos en un Bonaerense contra algún japonés, como yo.
En Florencio Varela hay unas 300 familias asociadas como japoneses. Según me contó Hugo Gushiken, en 1913 se creó la Cooperativa de Horticultores Okinawenses con el objetivo de generar ventajas productivas con algunos inmigrantes recién llegados y el sueño de progresar económicamente y regresar a su país de origen. Pero la historia y la derrota de Japón en la Guerra modificaron el plan. La comunidad creció y recién en 1977 se fundó la Asociación Japonesa de Florencio Varela para preservar la tradición, afianzar el vínculo con la cultura y no perder el idioma. Al principio era una comunidad cerrada pero con el tiempo se fue arraigando con la sociedad y generó más proximidad.
Nuestros primeros amigos japoneses fueron Carlitos y Alan Arasaki, los conocimos porque su mamá Irene compraba en Dadito y nosotros jugábamos con ellos cuando venían al negocio. A Nora le gustaba que nos juntáramos con ellos porque decía que era una «relación sana» y que eran muy respetuosos. A Lucas y a mi nos gustaba ir a la casa de los «japos» porque tenían juegos de ingenio y otras cosas nerds que nos divertían y además Irene cocinaba súper. Esas visitas fueron las primeras lecciones sobre la diversidad que tuvimos en nuestras vidas, no porque nos juntábamos con dos nenes japoneses, sino porque Irene y Tito (su padre) permitían que Carlitos fuera hincha fanático de River y Alan de Boca. Sus cumpleaños eran temáticos de Boca o de River y muy a pesar de que usaran el equipo completo como uniforme, jamás los vimos discutir, ni tampoco vimos a Tito imponer su preferencia deportiva ante sus hijos. Y daba curiosidad porque Tito no tenía que elevar su tono de voz para imponer obediencia. Estoy segura que si a esa edad, uno tenía que ceder una pelota por el otro, lo hacia. A Lucas y a mi nos costaba un poco más.
En esa casa yo siendo mujer, podía elegir ser un superhéroe, por eso los cumpleaños de los japos, son la unidad de medida con la que comparo la felicidad. Nunca nada superó la energía desmedida de disfrutar hasta volver con la ropa rota que me hacia Nora para cada ocasión y ahora que me doy cuenta, también jugábamos a ser libres.
Nosotros los hijos de inmigrantes de otros continentes, afirmamos que los japoneses o tienen una tintorería, o una farmacia o son kinesiólogos o floricultores y claro, todos juegan bien al ping pong. Los ubicamos ahí desde la razón para que a nosotros, no nos confundan con sus valores sobre la comunión oriental, la solidaridad y el respeto por el otro.
Tal vez en algún momento volvamos a ver a Gabriel y no sea demasiado tarde ahora que Lucas maneja el idioma. Puede ser que me equivoque, pero si algún día un japonés te dice algo con lo que no estés de acuerdo cuidado, puede ser verdad.