Por Nahir Haber
Estamos sentados en un banco blanco con el uniforme nuevo, impecable y los zapatos lustrados, también son nuevos porque son los primeros días de clase. Vos ya cumpliste los once años en el verano y a mi me falta menos de un mes. Tenés el pelo perfecto y sonreís lo necesario para cautivar a todos. Es una de las primeras veces que te sentás a mi lado sin reírte de mí. Creo que me gustás, a todos les gustás pero yo también te odio. Nos interesa particularmente ese patio porque de las lajas del piso se desprenden unas pequeñas piedritas que se deslizan mejor en el cemento donde pintaron la rayuela para llegar rápido al CIELO y nosotros las elegimos cuidadosamente para jugar. Estamos solos, los demás no bajaron al recreo todavía, a nosotros nos mandaron a tocar la campana que da inicio al recreo. Me decís que te gustaría hacer grupo conmigo en el trabajo práctico que nos acaban de dar. Me pedís ayuda, te cuento, me escuchás. De repente, comprensivo y encantador. Vienen los otros. Vas hacia ellos, sos el mejor jugador de fútbol de la escuela, te conocen por eso. Sos el más fachero y uno de los que tienen las mejores notas pero no sos el más estudioso, no lo necesitás porque te alcanza con manipular la verdad, sos Santiaguito Hermida.
Estamos sentados los dos con la seño Edith afuera del salón, nadie entiende por qué estoy llorando, explotada de furia, menos vos que sabés que lo que acabás de decir es mentira. Todos los días me peleás, te reís de todos, sin límites. Pero pasan tres segundos y ya Edith te perdonó, y ella me pide que también lo haga yo. Es imposible no hacerlo, soy parte de eso. Decís dos cosas y ya cambio las lagrimas de tristeza por las de felicidad.
Tenés el poder, tenés esa sonrisa, nos haces reír a todos, tampoco tenés limites para eso.
Tenés una camisa, un pantalón pinzado y unos zapatos que te hacen doler y resbalar. Yo tengo un vestido rojo que me incomoda porque es más corto que la pollera del colegio. Vamos a bailar tango junto con otras parejas para la muestra de fin de año de cuarto grado. No aprendiste nada, me decís que sólo vas a hacer el paso básico una y otra vez, yo lo acepto. Te equivocás, me pisás muchas veces y nos reímos pero siento mucha vergüenza, a vos no te importa nada.
Pasan algunos años, abrieron un buffet más canchero en la escuela, pintaron los patios distintos, estamos en el tercer ciclo del EGB. Los ginkgos que plantamos crecieron, el Ceibo también pero no le damos importancia a eso, todos cambiamos. Ahora usás una gorra medio vieja doblada en la visera y no te importan mucho las notas ni lo que piensen de vos o eso es lo que querés que creamos. Terminamos la escuela, nos separamos todos.
Pasa más de una década, te accidentaste, jugás al póker, sos excelente en lo que hacés. Te encuentro, te digo que encontraste lo tuyo porque sabés mentir, porque sos experto. Te hago reír yo a vos. Me decís que te pasaron algunas cosas y que ya aprendiste. Te querés levantar a una amiga, sos terrible. Yo me alegro de verte y vos me decís que también y me abrazás, pero… cómo saberlo.
Nos vemos en el último partido de rugby del año, te abriste un boliche hace un año o más. Estamos en la tribuna, ninguno pertenece ahí. Tomamos una cerveza caliente con mucho calor, un asco. Me decís que vaya al boliche, que querés que escriba sobre eso. Yo te digo que no sabría cómo, que me costaría y que eso es publicidad. Nos reímos, nos despedimos con un abrazo pero seguimos hablando después de eso y decimos que tenemos que juntarnos todos de nuevo. Dudo que vaya al boliche.
Estamos todos menos vos, somos los mismos del EGB pero estamos grandes, pasaron trece años. Nos saludamos después de una millonada de tiempo. Nadie puede creer que el reencuentro haya sido ese. Nadie entiende qué pasó, mucho menos por qué. Hay muchas personas más pero no hay explicación. Parece una mentira de las tuyas en la que estamos esperando que pasen tres segundos para reírnos dispuestos a perdonarte si es así. Elegiste la piedra más rápida del patio que te hizo saltar de la tierra al cielo de la rayuela demasiado pronto.