Por Nahir Haber
Entre los 7 y los 17 años con mi hermano Lucas nos peleamos mucho. Eran peleas insoportables exacerbadas por el amor a lo material, como consecuencia de haber desarrollado gustos opuestos por el juego.
Todo era un buen motivo para disentir, para exponer su opinión con violencia y extremismo con tolerancia cero a participar con el otro en esas condiciones. Estos episodios se acentuaban en época de vacaciones porque era cuándo teníamos más tiempo libre. Ahí era cuando intervenía Jorge, que, abrumado por escuchar las peleas como música de fondo de sus vacaciones, se encargaba de darnos tareas y castigarnos, mientras Nora nos pedía «por favor». Pero cuando de verdad ellos llegaban al punto de ebullición donde ya no había reparo ni ducha fría que nos distancien, nos decían «parecen los hijos de Juan Alberto». Y todos hacíamos silencio absoluto. Automáticamente, sentíamos tanta vergüenza y deshonra que no podíamos reconocernos a nosotros mismos. Ordenábamos, guardábamos, limpiábamos «y aquí no ha pasado nada». No había mejor remedio que esa frase, pero ellos sabían que sólo la podían usar en casos extremos.
Pero ¿quién era Juan Alberto y quiénes sus hijos?, ¿por qué esa frase nos hacía tanto daño?
Juan Alberto era un amigo de mi papá que conoció cuando iba a pescar. Un día su buen amigo, invitó a las familias para que se conozcan y ahí Jorge (lo cuenta con mucho énfasis como todo lo trágico) vio lo que era una verdadera pelea de hermanos. Y él, que dice que no cree, le pidió a todos en los que no creía, que sus hijos no fueran así. Los hijos de Juan Alberto, eran animales que peleaban sin importar el contexto (y esto ya es fruto de mi imaginación) porque cuando peleaban, lo único que importaba era la pelea, era demostrar que estaban peleando. Lo único que importaba era quién insultaba mejor. De alguna manera, para los que lo veían de afuera era un poco gracioso porque eran fieras que no paraban. Pero al mismo tiempo, ver la incapacidad de Juan Alberto por culminar con la discordia era algo por demás angustiante.
Sin embargo, lo que me a mí personalmente me ponía mal de nuestras peleas, era saber que Lucas podía jugar solo. Él no me necesitaba y yo sí. Los primeros años eran peleas ilusas, por la silla, la comida, el lugar en el auto y lo mejor, el lugar en el piso (el más fresco de la casa) para mirar la tele. Eso hasta que juntamos nuestros ahorros y nos compramos una consola de SEGA. Lucas era fanático, podía estar horas, sabía trucos y podía pasar todos los niveles. Yo sólo quería jugar cuando estaba él para que me mire como yo lo miraba a él jugar, con esas mismas ganas.
Después llegó la computadora que era una que Lucas había armado con la excusa de hacer la tarea pero sólo usábamos para el MSN. Ahí la batalla era entre el teléfono de línea e Internet porque no se podían usar las dos al mismo tiempo.
El único momento en el que dejábamos de pelear era cuando Jorge se iba al negocio y nos dejaba tareas interminables como rastrillar y cortar todo el pasto, porque sabíamos que teníamos que negociar para poder hacer todo y aún así también usar la computadora.
Hasta que un día Jorge se apareció a mitad del día porque llamaba y escuchaba el ruido a frituras del teléfono y eso significaba que lo habíamos traicionado. Entonces se llevó el cable al negocio y sin saberlo, activó las peleas. Y durante una década no nos dimos cuenta pero nosotros estábamos siendo los hijos de Jorge para otros.
Ahora que dejamos de pelearnos con esa intensidad porque nos dimos vergüenza y ya podemos llamar por teléfono y hablar por MSN al mismo tiempo, debo decir que ese lugar en el piso lo descubrí yo.