Por Nahir Haber
Por Nahir Haber
Cuando tenía 7 años, en el colegio teníamos una granja y a todos les gustaba pensar que eso nos hacia distintos, que la educación era revolucionaria porque era libre gracias a eso. Y en parte debemos admitir, así lo era.
Un día, en esas excursiones a la granja, las maestras llevaron dos cursos juntos con ambos turnos (tarde y mañana). Éramos como cien chicos con olor a sanguche de milanesa en el escolar que nos transportaba. La idea de ir a la granja era siempre actividades de esparcimiento más alguna que otra lección sobre los valores y el cuidado del planeta. Las actividades fueron interrumpidas por un casting que algunas de las maestras propuso: estaban buscando a la Campanita para Peter Pan.
Así una larga fila de niñas se presentaron esa tarde al lado del estanque para mostrar quién encajaba mejor para ese rol. Una a una pasaban las Campanitas y tenían que mostrar que podían volar. Pasé yo, pegando las muñecas a los hombros y aleteando lo más rápido que podía con mis pequeñas manos al mismo tiempo que saltaba y caía al piso. La maestra me descartó en un segundo, plegando sus labios para adentro y moviendo la cabeza de un lado al otro. Y mi ilusión duró lo mismo que ese aleteo de colibrí. Al final del día, dieron los resultados con la excusa de que la elegida, era la que mejor sabía volar, aunque todos sabíamos que criterio estético era el más acertado.
No haber quedado para ser Campanita, me derrumbó por un par de horas pero más duró la humillación de haber intervenido frente a otros cincuenta niños esperando verte fallar.
También teníamos un grupo de padres proteccionistas en el sentido económico de la palabra, comprometidos con la educación de sus hijos y aunque nos pese, también con la exposición de los mismos. Era un grupo de padres al que les gustaba hacer muestras de fin de año al nivel de Broadway pero definitivamente con recursos diferentes.
Los padres se encargaban de los guiones, de las coreografías, los vestuarios y también podían ocupar algunos de los roles principales. Lo sé porque Nora era una de ellas.
A esa altura de los ´90, si tenías entre 5 y 12 años, podías jugar por tu cuenta y tenías algún familiar que iba al Madre Teresa, podía ser que pasaras más de doce horas en el colegio. Algo imposible de pensar hoy en día porque todo eso estaría inundando grupos de WhatsApp con charlas interminables.
Las obras para mi, con seis o siete años, eran impactantes. Todavía guardo algunos de los VHS que repartían la semana posterior al estreno en las salas principales de Florencio Varela, como el viejo cine Rex. Piel de gallina al recordarlo.
La frustración de no haber quedado para Campanita fue creciendo cada día en el que mi compañera salía de clase para ensayar. Sin embargo, también fue decreciendo cada recreo en el que ella estaba ahí sentada, esperando por su parte. Esperando después del recreo, y también esperando después de que el turno de la tarde se retirara. Esa no era la Campanita que me había imaginado, yo la creía libre, con el aleteo desvariado, cuando en verdad era un aleteo guionado y servicial. Al mismo tiempo que Peter Pan era una ironía para todos aquellos padres que también odiaban pero formaban parte del mundo de los adultos.
Peter Pan fue un éxito rotundo.
Para los años que siguieron, todo se profesionalizó mucho más. Nadie pudo quedarse en la Tierra del Nunca Jamás y ser niños para siempre.
En ese momento nadie se dio cuenta de que la educación por la libertad es heterogénea y sobre todo, que no hay mejores vuelos que otros porque no se puede enseñar a volar.