Por Alejandro César Suárez | @alecesarsuarez
El funcionario y dirigente piquetero Emilio Pérsico dice que no cree en «la alternancia de la Democracia» y que «el movimiento popular tiene que gobernar 20 años». El ministro de seguridad Aníbal Fernández envía una amenaza velada al dibujante Nik recordándole a qué colegio van sus hijos, recordando los cuestionamientos que hace algunos años realizó la «abogada exitosa» contra el maestro dibujante Hermeregildo Sábat. El delincuente Amado Boudou, que hace un par de meses dio cátedra en una universidad pública, es uno de los principales oradores del «Día de la Lealtad». Otra de las expositoras fue la conocida apóloga del terrorismo Hebe de Bonafini. En Plaza de Mayo, fanáticos kirchneristas pisotean las piedras y arrancan los afiches que recuerdan a los muertos por el COVID. El embajador argentino en Chile se entromete en una causa penal que tramita al otro lado de la Cordillera para interceder a favor del seudo mapuche Jones Huala, -condenado por incendiar una propiedad y tenencia ilegal de armas de fuego- quien no reconoce a la Argentina ni a Chile como estados, ni apoya al sistema democrático. El Presidente, que en plena Pandemia avaló ir a sacar a un remero olímpico del río y nos amenazaba dedito en punta, dice que no es su función ocuparse de la seguridad de los vecinos de El Bolsón, desesperados al ver desaparecer entre las llamas, y por un atentado, a un histórico club del lugar.
Las señales que envía el oficialismo después de su derrota en las PASO no podrían ser más negativas y constituyen el sueño cumplido de cualquier candidato de la oposición, a la que ciertamente, el kirchnerismo parece estar facilitándole las cosas.
Sin autoridad moral, herido por el vacunatorio VIP y el Olivosgate, el Gobierno parece empeñado en persistir en todo aquello que lo llevó a su fracaso electoral. Si hasta sumó, a su catarata de «buenas noticias de campaña», por si hiciera falta algo más para ser el hazmerreír general, la botadura de una lancha que no tenía motor ni timón, y la «inauguración» de 30 kilómetros de una ruta que hizo la administración anterior.
Como un boxeador aturdido, que busca aferrarse a las cuerdas del ring para no caerse, Alberto eligió radicalizarse, llevando al gabinete a un señor feudal como Manzur y al incalificable Aníbal Fernández, buscando llegar con la mayor cantidad de aire posible al 14 de noviembre, esperando un milagro que dé vuelta su destino, que ya parece echado.
Gane o pierda el oficialismo, Alberto Fernández tiene por delante dos años más de mandato. Y deberá cumplirlos. Ya nadie pide un «helicóptero», como los que hoy están en el poder hacían en tiempos de Macri. Tampoco hay lugar para un co-gobierno, cuando los que siempre «fueron por todo», debilitados ahora por la voluntad popular, hablan de «diálogo» mientras siguen atacando invariablemente a los opositores y, por supuesto, a los medios no alineados a su claque.
Con el país en emergencia, la inflación disparada, e índices de pobreza nunca vistos, una feroz lucha interna –la renuncia del gabinete, la carta pública de Cristina, las permanentes desautorizaciones e idas y vueltas desde sus propios aliados- Alberto tendrá que decidir si de una vez empieza a gobernar para la gente, o si sigue gobernando para la subsistencia del desgastado «relato» y la impunidad de su Vice. Pero es difícil elegir cuando no se es libre. Sobre todo él, que está ahí porque ella quiso.
Si el Presidente no escuchó lo que el Pueblo le dijo en septiembre, habrá que expresárselo aún con más fuerza el 14 de noviembre.
Eso es la Democracia: demostrarle a los gobiernos -a éste y a los otros- que los únicos dueños de los votos somos los ciudadanos, que no todo se compra, y que muchas veces la «platita» no hace la felicidad.