EL OTRO VOS

Besar el pan y otras enseñanzas



Edición Impresa » 01/02/2019

Por Nahir Haber

Cuando tenía tres o cuatro años, mi mamá me enseñó una de las cosas más valiosas, seleccionando de forma emocional y arbitraría. Era el último bocado de un sanguchito que con mis dientes de leche apenas podía cortar. La miré y le dije que no podía más, que lo quería dejar. Nora me miró y me preguntó si estaba segura (mi papá jamás lo hubiera permitido). Yo le dije que sí. Nora respiró profundo y me dijo que la comida no se tira porque hay gente que se muere de hambre y que yo era una afortunada por tener ese culito de pan entre mis manos. Yo lo entendí.
Nora me pidió que si iba a tirarlo, tenía que darle un besito por todas aquellas personas que mueren de hambre todos los días. Pero que ese beso (decía), tiene que valer para que la próxima vez elija cuánto es lo que necesito y cuánto es lo que no.
A partir de ese momento, jamás pude tirar nada que conscientemente no quiera tirar sin antes agradecer y besar por haber tenido la oportunidad de tenerlo conmigo pero era en ese momento, más una costumbre que una conciencia.
Cuando cumplí seis o siete, un grupo de gente y mi mamá estaban armando un evento solidario para el día del niño, entonces yo elegí dos o tres libros que me quería quedar y al resto les di un beso, les agradecí y los puse en una caja. Ese domingo con un colectivo escolar, todos los de la fundación fueron repartiendo lo que habían juntado y también fuimos mi hermano y yo. A mi me habían dado un disfraz del gato Garfield y era la encargada de repartir bolsitas junto a mi amiga de mi misma edad Agustina, que era Minnie. Yo estaba un poco asustada porque los chicos me empujaban y me sacaban las bolsitas de las manos y también le pegaban unas piñas al gato Garfield. Pero cómo no, si ese gato sólo aparece una vez en el año o peor, una vez en la vida. Yo también me hubiese cagado a trompadas.
Esa noche mi papá nos dijo que le teníamos que agradecer a Nora porque eso había sido un montón de trabajo pero yo sentía algo en el pecho que no entendí y le di un beso, le agradecí (como me dijo mi papá) y me fui a dormir, como ella me enseñó.
Hace unos días una compañera de trabajo me encontró besando el pan que quedó en la parte de atrás de la cocina del hotel medio pelo donde trabajo. En los restaurantes y hoteles no está permitido llevarte sobras a tu casa porque dicen que si no es apto para el día siguiente para servir, tampoco está apto para el resto. Llevárselo de todas maneras es robar. Entonces no hay nada que se pueda hacer con el pan ni con la culpa de tenerlo que tirar a la basura más que besarlo y pedirle perdón por tenerlo entre las manos y que no sea para nadie. Yo no me daba cuenta que seguía besando el pan ni por qué hasta ese momento.
Me gustaría terminar el relato con un final feliz, diciendo que el hotel escuchó los pedidos y va a poner a disposición las sobras, pero no.
A partir de que mis compañeras oyeron esta historia y luego de reírse de mí, comenzaron a besar el pan también. Hay menos desperdicios y los últimos paquetes se guardan cerrados. Guardamos las bolsas donde viene el pan y los volvemos a poner sin decir nada.
No vamos a salvar el hambre del mundo, pero tal vez podamos salvar algunas cabezas con el ejercicio que genera abstraerse de todo lo que es propio con un acto insignificante materialmente, tal vez como estas palabras, que hablan más de uno que del otro. Pero donde el otro está presente.
Lo que me enseñó Nora aquel día se llama empatía y habla más de ella que de los otros.


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