Por Nahir Haber
Hace no mucho me puse a ver cómo un holandés refunfuñaba porque su celular no funcionaba al pasarlo por el escáner del supermercado y no podía pagar. El holandés frustrado, que había empezado a mirar para todos lados, no encontraba solución y chistaba mientras masticaba unos panecillos que se había comprado. Le echaba la culpa a la máquina, era raro verlo discutir con un posnet. Se acercó entonces la empleada del supermercado que lo acompañó a otra caja para intentar probar otra cosa mientras su compañera sostenía la persiana un martes de lluvia a las diez de la noche. Harta y hambrienta de observar pasivamente pasar un mal momento al holandés, le ofrecí pagarle el porrón de cerveza y él a cambio me dio tres panecillos de la panadería que ya estaba cerrada. Acepté. «Trueque» le dije, es un negocio. Y le conté en dos minutos que en la Argentina se utilizó como un sistema comercial paralelo. No me entendió, me dijo que eso era una tradición de un sector de culto medieval.
Cuando salí del supermercado y me empecé a mojar como en una serie de Cris Morena, empezó a sonar «Tira para arriba» de Miguel Mateos como la última vez en el Dadito antes de que lo cierren en 2001.
Un día de esos después del negocio entre bolsas y productos que habían quedado como las gaseosas de color naranja que sobrevivieron a la crisis, mi abuela se unió al «Club del Trueque», una herramienta para intercambiar productos entre consumidores que se utilizó en momentos de crisis monetaria.
Un buen día, después de algunas semanas, Olga se dio cuenta de que hacía ese tiempo que no iba al supermercado y a todos se les iluminaron los ojos.
Olga, que le puso el alma y el físico al Dadito, tenía al principio sentimientos encontrados. Olga tenía miedo que no le alcanzara, tenía también un poco de vértigo a que la reconocieran pero sobre todo, tenía una urgencia, nada que perder y tenía tiempo. El tiempo era lo único que a mi abuela Olga, la crisis no le había podido sacar.
Un buen día después de bancarse todas las preguntas que le hacía, mi abuela pensó que era una buena idea que yo la acompañara como lo hice siempre. Yo iba con mi abuela a todas partes. Entonces le avisé a mi mamá y nos llevamos unos cuantos productos de limpieza que estaban en los estantes de los «invendibles». Unas mopas industriales y hasta pañales sin la línea anatómica.
Yo no recuerdo qué impresión tenía antes de ir pero si me acuerdo que me maravillé. Habíamos ido con cosas que por meses habíamos intentado vender y no podíamos. Como decía mi abuelo, había que usar en el negocio todos esos productos que no se vendían, entonces cuando el cliente lo ve, parece práctico, rentable, necesario. Ese día mostré cómo usar un tacho con mopa y nos volvimos con comida para toda la semana y hasta intercambié por unos «créditos», un algodón de azúcar. Lo que más me había impresionado del trueque es que la gente no estaba como cuando entraban al negocio. La gente caminaba con oportunidad. Era real. Había hasta payasos que prestaban servicios para fiestas a cambio de créditos.
Los integrantes del Club del Trueque como todo grupo social supo tener disidentes, fanáticos y otros trabajadores más positivos sobre sus efectos, que lo entendieron como una oportunidad.
Olga ese día me enseñó tres cosas. La primera, que mientras tenga tiempo voy a tener una oportunidad. La segunda cosa que me enseñó, fue que el valor de todo lo material, el valor de cambio, sólo es tal si vos se lo das. Olga me enseñó que todo tiene un valor pero el precio se lo ponés vos. Por último, Olga me enseñó que la felicidad del otro también es un poco tuya.