Por Leonardo Abrahan
649 familias no sabrían lo que vendría el día después. Oscurecía aquel primero de abril, la vida cotidiana bajo los techos de tejas, de losa, de chapa y de paja.
649 familias no sabrían lo que vendría el día después. Oscurecía aquel primero de abril, la vida cotidiana bajo los techos de tejas, de losa, de chapa y de paja. De norte a sur de Argentina el despertar de aquel 2 de abril de 1982 no sería el mismo y marcaría sus vidas para siempre. La Guerra de Malvinas atravesaría como un rayo aquellos hogares. El disparo del destino sería letal. El anuncio, el más oscuro y difícil de su historia. 649 caerían para inmortalizarse en el bronce de la Patria, clavando un puñal hiriente para los que vivirían dejando jirones de sus cuerpos cada segundo de su existencia.
A 42 años de aquellos días, el dolor es el mismo. Las Islas Malvinas un espacio querible, entrañable, usurpado por Inglaterra, deseado por cada argentino, y el lugar donde se encuentran centinelas perpetuos enterrados en el Cementerio de Darwin, ante la cruz mayor, bajo el resguardo de la Virgen María, con los colores argentinos en su manto, y el abrazo simbólico de un cenotafio que tiene en sus placas los nombres en orden alfabético de los 649 caídos durante el conflicto. Tierra santa, que emerge profunda emoción a través del viento constante y las temperaturas bajas, en el silencio de tanta inmensidad, las lágrimas se confunden con la lluvia helada y el recuerdo permanente.
El primer nombre de la primera placa es el de Juan Omar Abrahan, mi hermano, santafesino pero hijo de Florencio Varela, donde hizo la primaria y la secundaria, donde dejó familias, amigos. Con ojos en lágrimas su padre, Héctor Omar, soportando el clima gélido, acaricia su nombre, con dolor, con orgullo, seguramente, y solo él sabe qué procesa su cuerpo de 87 años, porque afuera se muestra firme, lúcido. Es mi ejemplar padre, somos parte de la delegación de más de 150 familiares que fuimos parte del viaje humanitario a las Islas. Un suceso que emociona, purifica, duele, donde se respira amor y llanto. Padres, madres, hijos, hermanos, todos abrazados con el mismo dolor. El disparo de aquellas partidas fue mortal para cada una de las familias, sin distinción de rangos, de jerarquías, de riquezas y pobrezas.
Miro a mi padre que camina despacio, aguanta el viento, el granizo, la lluvia, y la enfrenta como enfrentó toda esta vida, como lo hizo junto con mi madre que partió en el 2021, sin dejarlo claudicar, siguiendo para adelante, sin permitir que las inclemencias del tiempo lo frenen. Aquel dolor es y será insuperable, pero lo atraviesa con actitud, con amor, con las caricias al alma, con los gestos como éste que tuvo la Comisión de Familiares de Malvinas, de incluirlo en este viaje como padre de un héroe que defendió la Patria. Todos saben el contexto de la pérdida de Juan Omar, todos entienden que por la Guerra de Malvinas Juan Omar tuvo una misión y murió cumpliéndola. Por eso lidera alfabéticamente en las placas colocadas en el cenotafio en el Cementerio de Darwin de los 649 caídos durante aquel conflicto. Por eso mi padre siguió acariciando su nombre ante el frío de las Malvinas, por eso aguantó el largo viaje, la travesía y que le sellen el pasaporte para ingresar a su tierra, esa tierra que defendió su hijo y que hace 42 años que no lo puede abrazar pero que lo recuerda y lo enorgullece cada segundo de cada día de sus 87 años. Entre gestos viles, estos gestos de tenerlo en cuenta para este viaje del 4 de diciembre del 2024 «fue purificante», sentenció Héctor Omar Abrahan, de Florencio Varela, un padre doliente de la Guerra de Malvinas.