Por Nahir Haber
El primer recuerdo que tengo de los mates de Jorge es de cuando tenía cinco años. Estábamos en el «Dadito», el negocio de mi abuelo que después fue de mi papá. Recuerdo que el impacto fue instantáneo, la lengua se me entumeció con el amargor y los labios se me retrotrajeron porque debajo de todo ese sabor amargo había uno más fuerte que se lo daba la madera ahumada por el historial de esa copa y uno aún peor, la mirada de Jorge. Entonces a pesar de toda esa sensación horrible, lo miré a Jorge con mis ojos llenos de lagrimas por lo caliente del líquido y mi paladar virgen de yerba mate y asentí, haciéndole entender que me había gustado. Lo cierto es que yo a los cinco años tenía esta información pero no el análisis y la verdad. Es que el mate amargo me pareció un asco.
Jorge cuando habla de su padre, lo describe como un tipo al que se lo debía respetar y jamás él (mi abuelo) jamás de los nunca, le tuvo que llamar la atención. Debe ser de él entonces de quien Jorge heredó, la cara seria, la postura rígida, la voz tenor y el amargor del mate. Porque tengo que admitir que esas cosas van todas juntas. Por ejemplo, Olga su mamá, siempre positiva y devota de la sonrisas, tomaba mate dulce en el negocio por decisión y amargo con su hijo por compañía. Y aún peor, la mamá de Olga que también iba al negocio, hacía mate con leche. Los adjetivos calificativos que Jorge le otorgaba a su abuela los dejo libre a la imaginación. Entonces sí tiene que haber una relación con el tipo de persona y el tipo de mate que tomes. La persona no habla del mate sino todo lo contrario, el mate habla más bien de la persona.
En esa época (y en esta también) Jorge fue un filántropo del mate amargo. El mate tiene que ser de madera o de calabaza, siempre de boca ancha y jamás puede tocar el azúcar, la miel o cualquier ingrediente que no sea la yerba mate. Tiene que estar seco y la bombilla limpia, la cual se coloca una vez y no se vuelve a tocar. ¿Si se tapa? Tenés que absorber hasta que las paredes internas de las mejillas se junten. No admito ni niego que alguna vez yo le haya puesto azúcar y Jorge se haya enterado y tirado la bombilla.
Las personas que conocieron a Jorge entre 1995 y 2001 (la última etapa del negocio) podrían estar de acuerdo en que más que un filántropo era un ceñudo, hosco (aunque amistoso) y un poco testarudo. Sin embargo, existen algunos pocos que tuvieron el privilegio de probar algunos de esos mates amargos. Aquellos podrían asegurar que en cambio, llegaron a conocer a Jorge un poco más. «El Pacho» un empleado histórico del negocio, todavía visita una vez cada unos años a Jorge para recordar cómo es que era. «Nunca jamás volví a probar un mate así», dijo una vez. Otros amigos y ex amigos que no quisieron dejar sus nombres, contaron que intentaron reproducirlo durante años y no pudieron. Hay incluso personas que se fueron del negocio porque le pidieron un mate con un «poquito de azúcar». «Dejate de joder, es un mate boludo, no un whisky» dijo una, antes de irse ofendida.
El mate de Jorge era y es la representación de su origen y el carácter que es su estigma. Pero también es un rasgo de su personalidad y un canal de expresión frente a las fluctuaciones político-económicas, sociales y familiares. El mate amargo es y fue la única invariable de Jorge, salen todos iguales.
Había también una nota de sabor en los mates amargos de Jorge que no pude reconocer en ese momento a los cinco años pero que puedo hacer ahora y es la invulnerabilidad. Frente a todo esto no se daña, no se toca. Y yo lo aprendí a disfrutar.